El pasado 3 de abril se han cumplido 44 años de las primeras elecciones municipales tras el final de la dictadura franquista. Lo cierto es que se habían retrasado más de la cuenta: ya desde los primeros compases de la Transición, la oposición democrática venía planteando la urgencia de que los Ayuntamientos heredados del franquismo fueran sustituidos por corporaciones elegidas por el pueblo. Incluso llegó a proponerse que, tras las elecciones generales de 1977, se constituyeran comisiones gestoras municipales integradas por personas designadas por los distintos partidos políticos de forma proporcional a los resultados obtenidos por cada uno en esas elecciones.
El gobierno de la UCD no hizo más que posponer esa imprescindible convocatoria electoral, temeroso, sin duda, de que su resultado podía significar la aparición en los núcleos urbanos más dinámicos de eficaces contrapoderes de la izquierda democrática. Obviamente, para los dirigentes de la UCD, en gran número activos protagonistas políticos durante el anterior Régimen, el precedente de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 que trajeron la II República debía pesar como una verdadera losa.
Y aunque la Cortes Generales aprobaran en julio de 1978 la primera Ley de elecciones locales, disparándose los rumores sobre una posible convocatoria, las primeras elecciones municipales tuvieron que esperar a la aprobación de la Constitución en diciembre de 1978 y a la celebración de las segundas elecciones democráticas en marzo de 1979.
Y, en efecto, sus miedos estaban bien fundados. Las elecciones del 3 de abril de 1979 supusieron que, por primera vez desde 1939, las izquierdas accedieran al gobierno de los más importantes pueblos y ciudades de Andalucía. Los resultados de aquellas elecciones pueden reportarnos varias enseñanzas para el presente. La primera es una obviedad: la victoria siempre es posible, incluso partiendo, como era el caso, de la absoluta ausencia de los partidos de izquierda en aquellos ayuntamientos pre-democráticos.
En segundo lugar, la evidencia de que, partiendo de proyectos y programas distintos, y planteando a la ciudadanía ofertas y candidaturas diversas, es posible alcanzar acuerdos postelectorales para formar gobiernos estables y elegir, consensuadamente, a quienes los vayan a liderar. La tercera es que esa teoría general de que el sistema electoral beneficia al bloque que comparece unido y castiga al bloque que lo hace dividido en varias ofertas, no es válida para las elecciones municipales.
La derecha se presentaba en Andalucía casi exclusivamente bajo las siglas de UCD, mientras que el ámbito de la izquierda lo ocupaban tres fuerzas políticas: el PSOE, el PCE y el PSA-Partido Andaluz; incluso cuatro, si tenemos en cuenta los buenos resultados que en algunos municipios obtuvo el PTA.
Las elecciones del 3 de abril se celebraron bajo la regulación de la citada Ley 39/1978, de 17 de julio, de elecciones locales. En ella se regulaba la forma de elección de los alcaldes mediante un procedimiento que se ha consolidado, esencialmente, en nuestro régimen local, una vez que se derogó aquella Ley. Los alcaldes serían elegidos la por mayoría absoluta de los concejales electos y, en el caso de que ningún candidato la obtuviera, sería proclamado alcalde el que encabezara la lista más votada.
Este modelo de elección de la alcaldía, democráticamente impecable, es, sin duda, más respetuoso con la pluralidad ideológica del cuerpo electoral que un sistema que atribuyera el cargo directamente al partido más votado, propuesta esta última que se plantea periódicamente, y siempre por el partido al que, en cada proceso electoral, ese sistema alternativo le habría beneficiado. También es cierto que conduce, en un sistema bipartidista puro, a que la candidatura más votada obtenga matemáticamente la alcaldía.
Es posible que los ideólogos del modelo pensaran, tras los resultados de las elecciones generales de 1977 y la progresiva desaparición de organizaciones políticas minoritarias, que España se encaminaba hacia ese sistema bipartidista. Pero no era así y los resultados de los comicios provocaron un verdadero terremoto político. En efecto, las elecciones generales de marzo de 1979 y las municipales de abril generaron en Andalucía un modelo de bipartidismo imperfecto, e incluso apuntaban en algunas zonas, en especial las urbanas, a una clara y pujante tendencia multipartidista. En las ciudades que rozaban o superaban los 50.000 habitantes los concejales que los distintos partidos obtuvieron el 3 de abril fueron los siguientes:
Si tenemos en cuenta que en estas dieciocho ciudades se concentraba algo más del 40% de la población andaluza y que, sociológica y económicamente, aparecían como las áreas más dinámicas de Andalucía, de haberse consolidado esta tendencia electoral el panorama político andaluz, que se alteró y fosilizó a partir de las elecciones autonómicas de 1982 en beneficio de una larga hegemonía política del PSOE, habría sido radicalmente distinto.
Conocidos los resultados electorales, la exigua y pírrica victoria de la UCD en varias de estas ciudades obligaba a un amplio acuerdo de los partidos de la izquierda andaluza. Si ese acuerdo no se hubiera producido, la UCD habría gobernado en siete de estas ciudades. Pero no gobernó en ninguna. En todas ellas resultaron elegidos alcaldes socialistas, comunistas y andalucistas. El acuerdo entre estos tres partidos no resultó excesivamente complejo en cuanto a programas y áreas preferentes de gobierno. La democratización de los Ayuntamientos, la participación de los vecinos en la gestión municipal, el freno a la destrucción del patrimonio histórico de las ciudades y la renovación de los equipamientos urbanos fueron los compromisos compartidos de la izquierda en Andalucía. Tampoco hubo especiales fricciones respecto de los servicios municipales de los que cada partido prefería ocuparse: para el PSOE su prioridad era la Hacienda, para el PCE el Urbanismo y para los andalucistas la Cultura.
Donde la fricción saltó fue en el acuerdo para decidir quienes ocuparían las alcaldías. Tanto el PSOE como el PSA-Partido Andaluz manifestaron desde el primer momento el máximo interés en ocupar la Alcaldía de Sevilla. Este interés tenía una razón obvia: se trataba de la mayor ciudad andaluza, llamada a convertirse en la capital de la futura Comunidad Autónoma, lo que otorgaría a su primer edil una notabilísima visibilidad. También el hecho de que se tratara, por un lado, de la ciudad natal de González y Guerra y, por otro, que el candidato andalucista, Luis Uruñuela, fuera uno de los fundadores de su partido e histórico miembro de su secretaría general colegiada, fueron, seguramente, elementos subjetivos que pesaron en el interés de ambas formaciones por hacerse con la emblemática Alcaldía. Las negociaciones se desarrollaron hasta la misma madrugada del día en el que habían de constituirse los Ayuntamientos y elegirse los alcaldes, y pudo haber hecho fracasar la negociación global.
El PSOE y el PSA-Partido Andaluz habían obtenido en Sevilla los mismos concejales, ocho cada uno, y la UCD uno más. El dato más elocuente del interés del PSOE por hacerse con la alcaldía sevillana fue que ofreció al PSA su apoyo para que los candidatos andalucistas ocuparan las alcaldías de Granada (donde ambos partidos también tenían los mismos concejales) y Huelva (donde el PSOE tenía un concejal más), si votaban al candidato socialista en Sevilla. Finalmente, y prácticamente en el último minuto, el PSOE aceptó la elección de Luis Uruñuela como Alcalde de Sevilla y las izquierdas andaluzas comenzaron su primera experiencia de gobierno desde 1939.
Sin embargo, este acuerdo no fue plato de gusto para el PSOE que, inmediatamente, inició una tremenda campaña de intoxicación desde sus ya poderosas terminales mediáticas. Construyó entonces una potente fake news, cuyos ecos han pervivido nada menos que hasta el presente: habiendo sido esta organización la que ofreció al PSA-Partido Andaluz las alcaldías de Granada y Huelva a cambio de la de Sevilla, consiguió que se instalara en la opinión pública la falsedad de que habían sido los andalucistas los que había entregado Granada y Huelva a cambio de Sevilla. La potencia de la fake news era tal que se afirmaba entonces, y así sigue apareciendo hoy publicado en algunas crónicas de aquella historia, que el PSA-Partido Andaluz había obtenido más concejales que el PSOE en Huelva.
La eficacia de este juego sucio orquestado por el PSOE fue de tal magnitud que se sigue repitiendo como un mantra de la historia política de Andalucía “que los granadinos y los onubenses nunca perdonaron a los andalucistas que los cambiaran por Sevilla”. La obvia autoría de la fake news se pone en evidencia más aún cuando comprobamos que nunca nadie escribió “que los sevillanos nunca perdonaron a los socialistas que los cambiaran por Huelva y Granada”.
Pero la importancia de estos sucesos trasciende el ámbito municipal. La construcción de despreciables fake news (aunque en aquellos años no recibían aún esta denominación) sobre sus competidores políticos en el ámbito de la izquierda fue una estrategia desplegada por el PSOE con intensidad durante los años de la transición democrática. Con los datos que hemos aportado, parece razonable pensar que la estructura electoral andaluza se encaminaba durante el proceso de consolidación de la democracia hacia un notable pluralismo en el ámbito de la izquierda.
Pero ya en los estertores del franquismo, la estrategia del PSOE, con el importante apoyo internacional de sobra conocido, se enfocó hacia la fagocitación o aniquilación del resto de la izquierda en Andalucía, algo que tanto el PCE como el PSA-Partido Andaluz, y también otras organizaciones a su izquierda, sufrieron directamente. El éxito de aquella estrategia de tan escasa ética tuvo como resultado la asfixiante hegemonía del PSOE en Andalucía durante casi cuatro décadas.