Aunque ninguno de los actores políticos quiera reconocerlo y todos hagan de la necesidad virtud, lo cierto es que la decisión de convocatoria anticipada de elecciones que ha hecho el presidente Sánchez los ha descolocado. E incluyo a los propios socialistas. Pero no nos alarmemos. En pocos días, incluso horas, todos estarán recompuestos y en perfecto orden de batalla.
Debo reconocer que desde que voté por primera vez, y ya hace varias décadas de ello, las tribulaciones de las derechas, los centros y las izquierdas españolas sobre sus composiciones y recomposiciones, sus dimes y diretes, sus olas imparables o la profundidad de los pozos en los que podían hundirse, me producían una serie de desagradables sensaciones.
En ocasiones indiferencia, en otras hastío, y generalmente vergüenza ajena. Y siempre un profundo dolor de Andalucía. Y esta vez creo que de todo un poco. Intentaré explicarme porque no quiero que parezca que no percibo la gravedad del momento en el que mi país, Andalucía, se encuentra.
Cuando era adolescente se me grabó en la conciencia un cartel editado a principios de los años 70, inspirado en el deslumbrante ensayo de Alfonso Carlos Comín titulado Noticia de Andalucía. En ese cartel, un jornalero de piel machacada por el sol, que aparentaba muchos más años de los que posiblemente tenía, me interpelaba directamente: “Si el andaluz acomodado piensa en Madrid, y el andaluz pobre piensa en Barcelona ¿quién piensa entonces en Andalucía?” Este era aquel cartel que muchos de los de mi generación decidimos que colgara de nuestros cuartos para que golpeara inmisericordemente nuestras conciencias.
Y cuando conquistamos el derecho al voto siempre pensé que mi deber al ejercitarlo era dar respuesta a esa dolorosa e inquietante pregunta. Una pregunta en la que se encerraba una larga historia de marginación y dependencia que habían terminado por convertir a Andalucía, durante la larga noche de la Dictadura, en un país subdesarrollado en medio de un Occidente opulento.
Porque como Dos Santos, Furtado, Samir Amin y otros autores se ocuparon de demostrar en aquellos años, a través de la conocida como Teoría de la Dependencia, el subdesarrollo estaba conectado de manera estrecha con la propia expansión de los países industrializados, por lo que el desarrollo y el subdesarrollo eran aspectos diferentes de un mismo proceso universal.
Aquella teoría de la dependencia y su fórmula de solución tuvo una receta específica para Andalucía: la construcción del “Poder Andaluz”
El subdesarrollo no era la fase previa al desarrollo, sino que convivía con él. Incluso más: los países desarrollados (el centro) precisaban de la existencia de los subdesarrollados (la periferia) para seguir creciendo. Eso era así a nivel mundial, pero también lo era en el interior de los estados, como sucedía en el caso del español. No creo que haga falta que les explique quiénes jugábamos cada papel aquí, quiénes éramos la colonia y quiénes los colonizadores. Y para romper esa dinámica el politólogo y economista egipcio proponía la “desconexión” y el “desarrollo autocentrado”.
Aquella teoría de la dependencia y su fórmula de solución tuvo una receta específica para Andalucía: la construcción del “Poder Andaluz”. Una construcción que requería esfuerzos colectivos en numerosos frentes. Y creo que no peco de fantasioso si afirmo que mi memoria me hace creer que, en la década de los años 70 del pasado siglo, los andaluces nos empleamos con denuedo en esos esfuerzos. Así al menos yo interpreto el 4 de diciembre de 1977 y el 28 de febrero de 1980, entre otras hazañas quizás no tan épicas como estas dos.
Y el voto, la poderosa arma que me podía permitir dar respuesta a la pregunta que seguía rebotando en mi cabeza: “¿Quién piensa entonces en Andalucía?” Los que hayan tenido la paciencia de leerme hasta aquí seguro que imaginan, sin margen ninguna de error, cuál era mi respuesta elección tras elección: los andalucistas, claro. Y en las sucesivas campañas electorales, con mayor o menor repercusión, se hablaba, se pensaba en Andalucía. Y cuando, en contadas ocasiones, había buenos resultados hasta en el Congreso de los Diputados se hablaba, y mucho, de Andalucía.
¿Pero qué va a pasar en estas próximas elecciones? No voy a ponerme pesado relatando todo aquello de lo que se está hablando, en lo que se está pensando: lo sabemos todos. Pero desde luego, no es en Andalucía. Y me temo que las cosas pueden ir a peor. No ya porque, una vez más, no haya en el Congreso una voz soberana de Andalucía, como la habrá vasca, catalana, gallega, valenciana, canaria, … Todo parece indicar que en estas elecciones generales ni siquiera va a haber una sencilla papeleta de voto andalucista. Y creo, honestamente, que eso es una mala noticia no sólo para los que podríamos cogerla, sino incluso para los cientos de miles de andaluces que ya tienen claro que no la cogerían. Y es una mala noticia porque seguirá retumbando por campos y ciudades la voz angustiada del viejo jornalero: “¿quién piensa entonces en Andalucía?”
Si esto sucediera, y todo parece indicar que así será, los andalucistas políticamente comprometidos, que los hay, y de brillantes capacidades de teoría y praxis, habrán adquirido una enorme deuda y responsabilidad con el pueblo andaluz. Tras el 23-J habrá tres años sin procesos electorales. Un tiempo luminoso para que, ante los duros tiempos que se avecinan, florezca, porque ya es hora, la tercera generación andalucista. La que se dedique, en exclusiva, a pensar en Andalucía.