Llegamos a un nuevo veinticinco de noviembre para denunciar las violencias machistas. A pesar de las vidas dejadas en el camino, los esfuerzos y el trabajo del feminismo, así como de las instituciones públicas con gobiernos dignos, la cifra de mujeres asesinadas no deja de aumentar. Hace unos días escuché: y si en lugar de mujeres, hubiesen sido cuarenta y nueve los hombres asesinados en 2022, probablemente estas violencias estarían entre las primeras preocupaciones de la población. Pero parece que la vida, según el sexo, tienen distinto valor.
Estoy convencido de que el trabajo de prevención, el acompañamiento de las víctimas y la seguridad de las mujeres están dando resultados, aunque insuficientes para llegar a esa distopía de un mundo donde no sea necesario ningún veinticinco de noviembre, ni ocho de marzo, porque no haya ni una sola mujer maltratada, abusada, violentada o asesinada a manos de hombres.
Sé que es difícil cambiar las estructuras sociales, económicas, políticas, culturales, religiosas, y simbólicas, que facilitan que sigamos pensando que lo masculino es lo superior, y lo femenino siempre ha de estar subordinado.
Pero, sigo echando en falta en este veinticinco de noviembre situar también el foco de atención, el trabajo, y el análisis, en nosotros, los hombres. Porque somos como género, quienes mantenemos el actual sistema de desigualdad y violencias, y los que maltratamos, violamos, abusamos y asesinamos a mujeres, simplemente por ser mujer y no plegarse a nuestros pensamientos, obsesiones y deseos.
Quienes, con nuestro silencio y complicidad, aceptamos un modelo de hombre que no entiende de igualdad, empatía ni compromiso. Un hombre que no renuncia ni denuncia ese imaginario colectivo que nos dice que somos superiores, y ellas inferiores, y hasta que no cambiemos y seamos mayoría, los hombres que trabajemos por la igualdad, los 25 de noviembre, y 8 de marzo seguirán siendo imprescindibles.
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