Estados Unidos es un país extraordinariamente complejo. La primera imagen que nos viene al pensar en él pertenecerá probablemente a Nueva York, pero lo cierto es que esta ciudad es poco representativa del conjunto de un país con fuertes contrastes. Por eso tradicionalmente han sido importantes los mensajes de unidad, porque hay que incluir en un mismo pack al ciudadano cosmopolita de Nueva York y al granjero ultraconservador de un pueblo de Alabama. Y, en el centro de estos contrastes, las cuestiones raciales, que están tan clavadas en la historia del país como para haber sido la principal causa de una Guerra Civil con alrededor de un millón de muertes.
Siempre, pero máxime en un contexto como el descrito, uno esperaría que, independientemente de que también defienda valores acordes con su ideología, la máxima autoridad de un país intentara unir y pacificar. No es el caso del actual presidente de EEUU. No debe sorprendernos; es una parte de su personalidad política, y ha dado muestras constantes de ello desde antes de acceder al cargo. Pero, aun así, Donald Trump tiene la capacidad de no dejar de sorprenderme.
Las imágenes del policía blanco Derek Chauvin clavando su rodilla sobre el cuello del afroamericano George Floyd son terroríficas hasta decir basta, como lo es también la actitud de los compañeros —o cómplices— de Chauvin. La conclusión de la historia, con la muerte de Floyd por asfixia, resulta terrible y dolorosa. Y es lógica la explosión de ciudadanos que se resisten a percibir esto como algo normal en 2020, es decir, 155 años después del final de la Guerra Civil y 56 años después de la prohibición de la segregación racial. Y es también fácil de entender que los ciudadanos vuelvan sus ojos ahora hacia injusticias recientes como la estigmatización y exclusión del jugador Colin Kaepernick en la NFL por sus legítimas protestas contra el racismo, o la infinidad de excesos policiales cometidos contra las minorías raciales.
Ante esta situación, y pensándolo desde una óptica de comunicación política, el presidente podría fácilmente aducir la toma de medidas respecto a los policías implicados —se les ha expulsado del cuerpo, van a ser juzgados, etc.—, condenar de forma contundente lo ocurrido y, de algún modo, intentar ubicarse en el liderazgo moral del país, consciente de lo que está mal y esperanzador respecto a la existencia de un futuro mejor, respetando las protestas y desaprobando los excesos que puedan tener lugar. Pero, claro, no es el caso.
Trump ha elegido prender fuego al país. Y, ojo, uso el verbo “elegir” conscientemente, porque no creo que estemos —solo— ante un ejemplo de estupidez. “¡LEY Y ORDEN!” —así, en mayúsculas— es uno de sus tuits más virales de estos días, pero quizá la expresión más polémica en uno de sus tuits recientes haya sido la de “Cuando empiezan los saqueos, empiezan los tiroteos”. Toda una amenaza y una apología de la violencia que Twitter tuvo que marcar como tal al incumplir su código ético —no así Facebook, puesto que, al parecer, Mark Zuckerberg tiene más problemas con los pezones que con los tiroteos—.
Pero quizá lo más ilustrativo de su visión de la política y su estrategia de comunicación fue la bronca a los gobernadores de estados, desbordados ante las protestas: “La mayoría de ustedes son débiles. [...] Si no dominan, están perdiendo el tiempo. Les van a arrollar, ustedes van a parecer una panda de idiotas. Tienen que dominar”. Y no sé a ustedes, pero a mí estas palabras no me hicieron pensar en ningún héroe marcado por la épica. A mí lo primero que se me vino a la cabeza al leerlas fue El Fary con aquel discurso sobre su rechazo al “hombre blandengue” que no ejercía su tradicional dominio sobre la mujer. De testosterona va el juego.
Si Donald Trump realmente quiere que las protestas vayan amainando, la chulería y la agresividad no parecen ser buenos aliados. Más bien son una gasolina perfecta para que todo arda. Porque una parte de la ciudadanía comprueba así que, lejos de que la muerte de George Floyd pudiera considerarse como un hecho terrible pero aislado, el racismo está tan institucionalizado en Estados Unidos que el propio presidente del país se ubica visceralmente en el lado de la trinchera contrario a quienes luchan contra la discriminación racial. Y esa es una conclusión tristísima y terrible.
Por supuesto, una parte de lo que sucede tiene que ver con la propia personalidad de Trump y su estilo habitual de comunicación. Pero, ojo, esto también tiene que ver con un cálculo electoral, ya no solo porque haya mucho racismo sociológico en Estados Unidos, sino porque a una buena parte de la población le fascina esa exhibición de testosterona por parte de su líder. El problema es que, en la medida en que a la otra mitad del país le horroriza —máxime dada su extemporaneidad en el momento actual—, el presidente es responsable de enardecer indirectamente las protestas y de acentuar la fractura social en un país con riesgo de quebrarse. Porque considero que habitualmente la inteligencia y la empatía suelen ser mejores asesoras que la testosterona. Pero, claro, yo soy un “hombre blandengue”. Eso sí, a mucha honra.
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