Hay instantes en la vida de las personas, momentos fortuitos en los que, si sabemos mirar correctamente, vemos cómo lo que en verdad somos está ahí. En esa instantánea queda resumido todo lo que somos: nuestra posición en la vida, nuestra manera de mirar, nuestro pasado… Todo queda ahí, cifrado, a la perfección. También sucede con la Historia; hay momentos que consiguen concentrar una época, gritar a los cuatro vientos, su esencia más pura. En estos años que me ha tocado vivir, especialmente estos últimos, me parece que lo que está pasando con la DANA en Valencia logra mostrar en una precisa miniatura lo que es España en este momento.
Lo estamos viendo. La DANA nos ha mostrado qué son en realidad nuestros políticos: perfectos inútiles, individuos apijotados, pasmarotes que nos cuestan un pastizal, millones de euros, para que solo viertan veneno sobre la población y no muevan un párpado cuando les toca actuar. Y hemos visto eso tanto en los unos como en los otros. Aquí no se libra nadie. Pero hemos visto también a sus hijos putativos, sus lacayos ideológicos. Esos que, desde la comodidad de sus sofás, criticaban lo que siempre han criticado: que si ultraderecha (¡esos viles ultraderechistas quitando barro!, ¡cómo no se les cae la cara de vergüenza!), que si los bulos de la ultraderecha (esa ultraderecha amplísima que empieza en Iker Jiménez y acaba en Hitler), que si Amancio Ortega, que si el capitalismo… Eso era lo único que podían ver con la cabeza bien metidita en su caverna ideológica.
Y luego están los hijos putativos de los otros; harina del mismo costal, la otra cara de la misma moneda. Esos que tuiteaban y miraban igual, solo que con una pulserita de España bien ajustadita a la muñeca. Estos, en su lugar, se dedicaban a divulgar vídeos de personas migrantes entrando a robar en locales anegados, dando a entender que todos se comportan así. Vídeos y vídeos y más vídeos se dedicaban a difundir, al tiempo que, los muy cucos –-por no decir otra cosa—, nos escamoteaban esas imágenes en que la comunidad china hacía todo tipo de donaciones, u otras en las que migrantes de origen africano, llenos de barro hasta las rodillas, ayudaban a deshacer con sus propias manos ese manto de horror y barro que ha caído sobre Valencia. Ellos, igual: con la cabeza bien ajustada a su caverna personal. Hasta para loas a Franco hubo lugar —¡cómo no!—.
Porque hemos visto eso: a los unos y a los otros, sí, pero también a personas ayudando, con o sin nacionalidad española. Hemos visto y seguimos viendo a personas que tienden su mano no a compatriotas, sino a otras personas a las que han visto sumidas en la peor de las desgracias. Porque esto no es una cuestión de patriotismo, sino de humanidad. De ayudar al prójimo. Estas personas, que ahora están en Valencia comidas de barro, con las mascarillas puestas y trabajando para los otros, no están mirando el DNI. Si estuviesen en Reikiavik o en Dublín o en la Conchinchina, harían exactamente lo mismo. Y no olvidemos: los había de todos los pelajes y condiciones. Los había nacidos en España, los había recién llegados a España, de derechas, de izquierdas, jóvenes, de mediana edad, y hasta ancianos y niños... Porque hemos visto a una señora mayor enferma de cáncer ayudando a quitar barro, y a niños que van de casa en casa repartiendo agua y comida a los que no pueden salir. Y también están los miles de personas que, desde otras partes del país, han donado comida, ropa y hasta un taller de costura para echar una mano.
Esta es la estampa que está quedando de esta Valencia, de esta España embarrada: en medio de la repugnancia política, de la pedrada ideológica, la generosidad, la bondad de unos seres humanos hacia otros. Y es en esta imagen donde quiero detenerme, donde quiero poner el foco en esta columna, para que todos nos quedemos por un rato mirándola y nos llenemos de esperanza; porque tiene mucha más fuerza que todo lo demás, porque mientras eso exista un país puede aguantar una DANA, unos políticos incompetentes o unos tuiteros despendolados. El pueblo, ayudándose. En medio del horror, el amor —como siempre— alumbrándonos.