Uno de los mayores errores que se pueden cometer a la hora de analizar las sociedades de nuestro tiempo es el de seguir considerando que la derecha es conservadora y la izquierda la progresista o revolucionaria.
Según el Diccionario de la Real Academia, ser conservador o conservadora en política equivale a ser especialmente favorable a mantener el orden social y los valores tradicionales frente a las innovaciones y los cambios radicales.
Si damos por buena esa definición, está claro que en los últimos cuarenta o cincuenta años la derecha ha sido la revolucionaria, mientras que las izquierdas, en todas sus expresiones aunque en mayor medida las que han gobernado, se han mostrado como corrientes de pensamiento y acción mucho más conservadoras.
Cuando el sistema capitalista entró en la gran crisis de los años sesenta y setenta del siglo pasado (no sólo la del petróleo sino la más profunda que afectaba a sus bases estructurales) las grandes empresas multinacionales y los bancos no tuvieron miedo a darle la vuelta a los principios, las políticas y los valores que habían servido hasta entonces para mantener el sistema pero que estaban haciendo aguas. Y estuvieron tan decididos a romper el orden social dominante que no tuvieron miedo de impulsar un auténtico cambio político revolucionario, al que ellos mismos llamaron “revolución conservadora”. La que llevó a cabo la derecha de todo el mundo alumbrando el neoliberalismo y que fue liderada inicialmente por Pinochet, Thatcher, Reagan y Papa Juan Pablo II.
Con la revolución conservadora de la derecha al servicio del capital, no sólo cambiaron las políticas económicas sino también el modo de utilizar las instituciones, la ética que guía la intervención de los Estados y, sobre todo, la forma de ser, las motivaciones y el comportamiento de las personas: “lo económico es el método, el objetivo es cambiar el alma”, dijo Thatcher en una entrevista para Sunday Times el 3 de mayo de 1981.
La revolución que se pretendió fue extraordinariamente exitosa porque consiguió muy sobradamente sus dos grandes objetivos, recuperar el beneficio del capital que estaba en peligro por el enorme poder de negociación que habían adquirido las clases trabajadoras y reducir a la mínima expresión la capacidad de respuesta de estas últimas cuando eso sucediera a su costa.
Esos dos objetivos se alcanzaron a través de tres grandes vías. En primer lugar, convirtiendo a las sociedades en una suma de átomos, de individuos desgajados unos de los otros, para que no fueran capaces de organizarse colectivamente y dar respuestas potentes al expolio y sufrimiento que les iban a provocar las políticas neoliberales. En segundo lugar, dominando y utilizando los medios de comunicación y todas las fuentes de información y opinión para cometer lo que Jean Baudrillard llamó “el crimen perfecto, el asesinato de la verdad” que ha logrado, como dice Chomsky, que la gente ya no crea en los hechos. Y, finalmente, gracias a una serie de reformas estructurales muy bien diseñadas y puestas en práctica para cambiar el modelo productivo y la organización del trabajo.
En ese proceso, las izquierdas no sólo fueron derrotadas sino que, además, perdieron el norte. El relato histórico que les había servido antes para atraer a las clases trabajadoras y profesionales hasta poner en jaque al capitalismo glorioso de postguerra quedó obsoleto ante la revolución en el planteamiento, los objetivos y el lenguaje de la nueva derecha. La base electoral de la izquierda se fragmentó en cuanto se expandieron el individualismo y la desinformación y el anterior horizonte de cambio social que pregonaba se comenzó a ver como algo lejano y anacrónico ante la idea del fin de la historia que se imponía por doquier con la fuerza de un tsunami.
Las izquierdas se han hecho conservadoras porque no han sabido dar pasos sustanciales en el terreno de la acción para mostrar anticipadamente señales de ese futuro distinto al que dicen aspirar
Utilizando un lenguaje eclesial, podría decirse que la derecha logró generar un proyecto ecuménico, capaz de penetrar y convencer a grandes mayorías sociales e incluso a quienes nunca habían comulgado con las etiquetas o ideas de la derecha, y a pesar de que perdían derechos y bienestar a pasos agigantados. Las izquierdas, por el contrario, fueron incapaces de generar un proyecto de mayorías y, a lo sumo, crearon multitud de capillas, normalmente muy enfrentadas entre sí y, casi siempre, como si de una guerra de religión se tratase: ecologismo, pacifismo, feminismo, decrecimiento, renta básica, economía del bien común… por no mencionar sino las que ahora nos suenan más.
Casi todas las corrientes de las izquierdas proclamen sobre el papel su radicalismo y deseo de ir más allá del tipo de sociedades en que vivimos, pero los cambios sociales no se producen porque simplemente se manifieste la voluntad de llevarlos a cabo. Las izquierdas se han hecho conservadoras porque no han sabido dar pasos sustanciales en el terreno de la acción para mostrar anticipadamente señales de ese futuro distinto al que dicen aspirar. A lo sumo, se hace (cuando se hace) una mejor gestión del presente, pero ni siquiera eso ocurre siempre. Las izquierdas pueden poner muchas ideas sobre el papel pero construyen muy pocas realidades. En gran parte, porque siguen pensando en términos binomiales, lineales e incluso maniqueos, sin saber o querer dirigirse más que a sus correspondientes tribus en su dialecto particular, sin compartir pensamiento para elaborar proyectos comunes y sin organizarse de la mano para crear experiencias concretas.
La política revolucionaria y exitosa de la derecha consiste en generar una ideación, un cuento a base de mitos o expresiones sobre cosas que son materialmente inexistentes en la realidad (libre mercado, libertad de elección, capital humano, soberanía del consumidor, empleabilidad…) pero que su forma de conectar con la gente, de comunicar y de convivir con ella le han permitido que sean asumidas como verdades.
Lamentablemente, frente a eso no basta ya con presentar otra retórica y ofrecer un ideal, un programa, un sueño, un simple objeto de creencia. Si las izquierdas quieren conformar mayorías de transformación efectiva tienen que crear realidades diferentes a las que estamos viviendo, anticipar el futuro que ofrecen y no reclamar actos de fe pues sólo así puede nacer el contrapoder que permita destruir el que las grandes empresas y las finanzas han conseguido concentrar en su beneficio en estos años de neoliberalismo.
En Andalucía padecemos este mal y en alto grado. Nuestras izquierdas son en la práctica conservadoras del orden existente porque carecen del proyecto de futuro, de connivencia y unidad entre ellas y de complicidad con la sociedad. Seamos sinceros: ¿qué ofrecen hoy día a las andaluzas y andaluces el PSOE, Unidas Podemos o Anticapitalistas?, ¿qué están haciendo para incidir sustantivamente hoy día en la marcha de las cosas? ¿dónde está su encuentro con la gente corriente para pensar y poder actuar y empoderarse colectivamente, como es imprescindible para cambiar las sociedades complejas como la nuestra?
Las izquierdas andaluzas necesitan despertar y recomponerse, pero no lo harán solas. Es preciso que sea la gente quien les llame la atención tomando la palabra y echándose a andar.
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