Los asientos vacíos junto a los migrantes

Qué doloroso sería abandonar mi país, cercado por la miseria, para buscar un destino que me dé la felicidad que no me da mi tierra y finalmente darme de bruces con un lugar hostil

Foto busto

Poeta y filólogo

Un migrante en una imagen de archivo.
Un migrante en una imagen de archivo. MAURI BUHIGAS

Hay algo que me inquieta siempre que subo al autobús cada tarde. Es siempre igual. La gente, tras un rato de espera en la parada, sube y va sentándose en los pocos sitios que quedan libres. Yo, normalmente, me siento al lado de algún pasajero de origen africano, ya sea del norte (supongo que de Marruecos) o de algún país de África central. Nadie se sienta a su lado. Ese lugar, en el autobús de esa hora, siempre lo ocupo yo. Y no es por ser suspicaz; pero esto no es casualidad. Esto no sucede porque ellos dejen algo de equipaje en el otro asiento, maniobra sutilísima -que yo he empleado, por cierto- para evitar que se te sienten al lado. Nada de eso; de hecho, no suelen llevar equipaje, van con lo puesto y suelen ir sentados en el lado de la ventana, con ese hueco de al lado -gigantesco- como una palma abierta; como ofreciéndose. Pero nadie tiende su mano. 

Entonces llego y me siento, buscando simplemente un asiento vacante donde poder sentarme. Sin embargo, desde que me he dado cuenta de esto, de ese terco hueco que hay siempre a su lado, lo hago a conciencia. Es una manera de decir: vienes de otro país, pero aquí no hay distinciones; somos lo mismo. Y me duele decir esto, pero parece que hace falta. Ese hueco en su asiento implica un vacío físico, pero también de otro tipo. Nadie quiere sentarse ahí, quizá por desconfianza, quizá por miedo, miedo a lo extraño, a lo desconocido o, en el peor de los casos, por puro racismo. 

Qué doloroso sería abandonar mi país, cercado por la miseria, para buscar un destino que me dé la felicidad que no me da mi tierra y finalmente darme de bruces con un lugar hostil, un lugar donde ni siquiera nadie se atreve a sentarse a mi lado en el autobús que cojo todos los días. Qué doloroso abandonarlo todo para someterse a un rechazo diario. 

Cómo no sentirse extraño, cómo no sentirse ajeno al sitio en que uno está si ni a su lado se sientan... Con lo fácil que sería sentarnos más, con lo fácil que sería reconocerlos, con este pequeño gesto, como iguales e intercambiar unas palabras... Todos estamos muy atareados, sumergidos en nuestra burbuja de cuitas cotidianas; pero basta con un "Buenas, me voy a sentar aquí" acompañado de una sonrisa. Y sentarse. Y permanecer ahí lo que dure el trayecto. No hay que marcharse si se desocupa, más tarde, algún sitio. El mensaje tiene que ser claro, evidente, que no haya el más mínimo resquicio de duda: “Estoy a gusto aquí, me encuentro cómodo a tu lado. No me marcho”. Me pregunto cuántos problemas desaparecerían tan solo con este gesto. Gestos mínimos como ese, en el autobús, en la cola del súper… Cada uno de nosotros. Cada día. Si tan solo Europa hiciese este gesto... 

El otro día, una vez más, vi a un chico sentado solo en un autobús atestado de gente. Llevaba puesta la chaqueta de un chándal de la selección de Marruecos. Y ahí me di cuenta: ese chándal, ese rojo de la selección marroquí, era una forma de llevar el calor de su país, tan lejano, a su pecho. Pero también una manera -lo sé - de sobrellevar ese vacío que le acompañaba todo el trayecto. Seguramente, desde que puso los pies, por vez primera, en nuestra tierra. Ocupemos ese vacío. Ya va siendo hora de que les tendamos la mano.

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