No sé muy bien por qué pero hace un par de días me puse a leer una entrevista (En tiempos de Aletheia. Revista mensual, 1 de septiembre de 2020) que mi amiga Julia Valiente hizo a Lola Cabrera Trigo a propósito del texto que esta ha pergeñado en torno a una historia de la filosofía global e inclusiva (En diálogo con... El pensamiento en femenino plural). Pasé por alto los idiotismos gráficos en torno a plurales genéricos (lxs profesorxs, lxs alumnxs, etc.) porque tenía verdadero interés en leerla. Las preguntas eran muy razonables sin embargo de que las respuestas me suscitaran serias dudas. Me quedo con esta relativa a Parménides de Elea, entre otras. Se venía a decir con buen sentido que en el poema parmenídeo se puede rastrear el origen del pensamiento filosófico, pero también una operación política en el sentido de que el filósofo sería el encargado de ordenar y prohibir los decires, amparándose para ello en una diosa de la verdad. Si el adjetivo conservador no hubiera estado adherido a esta afirmación, tal vez no hubiera hecho tanto caso. Frente a ello, se oponía la perspectiva sofística, como más democrática y contingentista, sugiriéndose de paso que habría una manera femenina de pensar no ceñida a corsés de tipo matemático (lo que resulta muy sorprendente porque fue la efectiva geometría la que impulsó algo así como la filosofía en sus inicios), sino más bien poéticos, subjetivos y cualitativos, lo que se apoyaba en la entrevista citando a Luce Irigaray o María Zambrano.
Esta fundación conservadora de la filosofía no era capaz de entenderla con acuidad, así que pregunté a un buen amigo de Lola Cabrera, a saber, Óscar Sánchez Vadillo por el asunto. Este me remitió a interpretaciones del pensamiento presocrático de Quintín Racionero (maestro de ambxs). Yo tenía en PDF su texto El discurso de los reyes y efectivamente ahí se pueden encontrar cosas parecidas, aunque con mayor carga teórica como es natural en un escrito relativamente amplio: «es un saber conservador que pretende, sin embargo, recuperar el valor sagrado, fijo, estable, permanente, normativo en sí, de la verdad» (El discurso de los reyes. Lecciones en torno al origen de la filosofía en Grecia, edición escolar, Universidad Complutense, Madrid, 1991, pp. 66-67). Miré después en you tube algunos vídeos de Racionero en torno al pensamiento presocrático y ahí se podía escuchar perfectamente que el gesto parmenídeo era un gesto autoritario y conservador, de tal manera que se lo relacionaba con gestos políticos («Parménides actúa con el saber lo mismo que los tiranos con las ciudades», op. cit., pp. 68-69).
Bueno, pues ya sabía de dónde procedía esta idea, aunque me parecía que para justipreciarla del todo había que haber insistido en la amenaza latente de las acusaciones de asebeia o impiedad, lo que indica que las democracias de la época no eran tan finas a la hora de distinguir entre filósofos y sofistas. Por otro lado, me parecía solo indicio, no prueba, que la diosa ordena tal cosa y prohíbe tal otra para declarar semejante enormidad, es decir para declarar a lo Lacan que la filosofía (o la ontología) es el discurso del amo. De hecho, como me comentaba después Pedro Redondo Reyes, no cabe pensar en un dios de aquellos si no es ordenando o prohibiendo. Hubiera resultado ridículo otra cosa que lo imperativo. En fin, la pobre comunidad de diálogo racional herida de muerte desde sus inicios.
Con Pedro Redondo hablé de estos asuntos y surgieron, al hilo de la perspectiva feminista, los nombres de Anna Pagès y Marina Garcés, filósofas actuales que le parecían que podían compartir asuntos que estaban presentes en la entrevista (de hecho, se le dedica a esta última un apéndice en la obra de Lola Cabrera Trigo). Vuelta a you tube y me vi un par de entrevistas de la primera. Como hablaba de Diótima de Mantinea, me enganchó, pues no en vano Isabel Balza publicó como apéndice a mi libro El filósofo del océano (Irun, Iralka, 1998) un breve artículo sobre esta. Creo que leí por aquel entonces el libro de Roger Godel, Socrate et Diotime (Paris, Les Belles Lettres, 1955) y el artículo que le dedicó Maria Zambrano en Hacia un saber sobre el alma (Madrid, Alianza, 1987), aunque no recuerdo mucho más. La franca sonrisa de Anna Pagès escondía profundidades que me dejaron estupefacto. Seguía sin comprender el sesgo autoritario que en la filosofía se revela y la apuesta por la cercanía con que se intenta combatirlo desde esta perspectiva, pues precisamente es en ese ámbito donde más abundan las órdenes y las prohibiciones.
Así las cosas, me puse con Marina Garcés. Pedro Redondo me había recomendado una conferencia a la que asistió no sé si en vivo y que le dejó un recuerdo inmarcesible, pero no daba con ella, pues había varias. Al menos le puse cara, así que cuando internet escupió, no sé por qué, la declaración de un testigo durante el juicio del Procés, reconocí a nuestra filósofa. ¿Qué hará aquí?, pensé. Al parecer, fue llamada a declarar por la defensa. El conspicuo juez Marchena le tomó declaración. He estado en algún juicio como testigo y es algo que impresiona bastante, aun cuando fuera asunto el mío de poca monta. Nuestra filósofa intentó una estratagema de cercanía con carga de profundidad incluida: vino a decir que desde hacía año y pico tenía un café pendiente con uno de los acusados, pero que le había sido imposible llevarlo a cabo (diciendo sin decir que el que estuviera en la cárcel era la causa). El juez anduvo listo y la regañó por la improcedencia del comentario. En una de sus primeras respuestas, la filósofa comenzó su exposición diciendo que el día por el que se le preguntaba lo amaneció con algunas décimas de fiebre, cosa que se le volvió a recriminar. Una tercera advertencia se dio cuando valoró los acontecimientos del referéndum como alucinantes. Las impresiones subjetivas sobre estos no hacían al caso. De paso se le dijo, no sé si antes o después, que no replicara, que no tenía derecho a tal cosa. Pero es que una cuarta se produjo cuando el juez conminó al testigo para que guardara unas notas que tenía preparadas. En ese momento se produjo un rifirrafe con intervención del abogado, que protestaba por el tratamiento dado por el juez a la testigo, el cual por cierto le recordó su condición de filósofa para hacerle ver que estaba haciendo cosas que sabía que no podía hacer.
En fin, el vídeo se cortaba ahí. Pero saqué algo en claro, el juez había vapuleado a la filósofa. Se había topado con un decir que ordenaba y prohibía, un Marchena de Elea. Entendía por fin el sesgo autoritario con la gran excusa del esclarecimiento de los hechos. El martirio de Marina Garcés seguro que encuentra lugares donde tal cosa no ocurra.