Ayer, 24 de octubre, se celebraba en nuestro país el Día de la Biblioteca. Este se celebra desde 1997 en recuerdo de la destrucción de la biblioteca de Sarajevo durante la guerra de Bosnia-Herzegovina. El responsable intelectual del ataque con bombas incendiarias fue un reputado catedrático de literatura experto en Shakespeare que había sido usuario habitual de la biblioteca, la cual albergaba incluso sus propias obras. Era 1992 y la locura y la barbarie se habían apoderado de toda la antigua Yugoslavia.
Nikola Koljević fue, en efecto, un profesor prestigioso y admirado por sus estudiantes —muchos de ellos musulmanes—, además de poeta y pianista, que impartía su docencia en la Universidad de Sarajevo. Numerosos antiguos estudiantes explicaron tiempo después su sorpresa cuando contemplaron su ascenso como una figura emergente del ultranacionalista Partido Democrático Serbio de Radovan Karadžić, y más aún cuando, declarada la guerra y nacida la República Srpska —es decir, la República de los Serbios de Bosnia—, se convirtió en su vicepresidente.
Pero la sorpresa iría a más conforme fueran conociendo su responsabilidad directa en atrocidades que incluyeron la destrucción sistemática de su propia ciudad y su población durante el largo sitio de casi cuatro años, así como el asesinato arbitrario de compañeros de facultad y antiguos estudiantes por parte de los francotiradores apostados en las montañas que rodean la ciudad. También escuchando sus amables declaraciones en las que, como pudo verse en la BBC, alegaba sonriente que el terrorífico ruido de los bombardeos sobre Sarajevo que atronaba de fondo no era tal, sino el alegre ritual ortodoxo de los serbios celebrando la Navidad —si bien, como el propio periodista respondía, la Navidad no estaba siquiera próxima—.
La guerra de Bosnia-Herzegovina trajo consigo más de 100.000 muertos y casi dos millones de desplazados, un país multiétnico totalmente desmantelado y fracturado, y todos los peores crímenes de guerra posibles: campos de exterminio, limpieza étnica, violaciones masivas y sistemáticas —entre 20.000 y 44.000—, y genocidio. En ese contexto, la destrucción de la biblioteca de Sarajevo no pasa de ser un ejemplo más de la destrucción de la ciudad por parte de las fuerzas serbias y serbobosnias. Pero es un ejemplo simbólico.
Bosnia y Herzegovina, así como la propia ciudad de Sarajevo, eran el reflejo de una esperanza: la de la convivencia multicultural y multiétnica de bosníacos —mayoritariamente musulmanes—, serbios —mayoritariamente ortodoxos— y croatas —mayoritariamente católicos—, amén de otras minorías como judíos o gitanos. La preciosa biblioteca de arquitectura morisca era una institución relevante en Bosnia-Herzegovina y en toda Yugoslavia. Contenía entre 150.000 y 2.000.000 de volúmenes, entre ellos cientos de incunables, archivos, periódicos, etc. que hablaban de la historia del país desde los tiempos del Imperio Otomano, pasando por el Imperio Austrohúngaro, y hasta la actualidad. Resulta imposible no entender este ataque como una metáfora de la destrucción de la cultura de Bosnia-Herzegovina a manos de la barbarie. Así interpreto yo la magnífica fotografía de Gervasio Sánchez, en la que un haz de luz se cuela en las ruinas de la biblioteca de Sarajevo absolutamente destrozada.
Pero volvamos a Nikola Koljević, que también nos puede servir como metáfora, una terrorífica sobre lo cerca nuestra que está el fanatismo. Porque lo que pasó en Bosnia ha sucedido antes y seguirá sucediendo. Porque nos gusta pensar que quienes hacen el mal nacen con cuernos y rabo, pero lo cierto es que el mal pulula a nuestro alrededor y a veces no lo vemos venir. Y un respetado profesor universitario que es capaz de declamar parlamentos enteros de Shakespeare en un perfecto inglés puede acabar siendo un verdugo desalmado y cínico. No puedo saber si siempre lo fue en su fuero interno o si el virus del fanatismo se fue inoculando y haciendo fuerte en él conforme se reproducía a su alrededor, aunque los testimonios que he leído me llevan a pensar lo segundo. Y eso me añade otro factor perturbador, porque nos hace ver lo fácil que es entrar en la espiral del extremismo y la intolerancia.
Y por eso creo que no caben extremismos en nuestra sociedad. Uno puede ser todo lo de izquierdas o de derechas que quiera, y también todo lo católico, ortodoxo o musulmán que sienta. Pero el extremismo y la intolerancia deben ser siempre los enemigos principales. Porque el ser humano vuelve a caer una y otra vez en la barbarie, por más que nos guste pensar que eso está superado. Y porque tendemos a infravalorar la ingente capacidad del ser humano para odiar. Es responsabilidad de todos, pues, no alimentarla y cooperar para mantenerla a raya, máxime en estos tiempos que corren y que probablemente no hayan hecho más que empezar.
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