Fue un símbolo de la España que pudo haber sido y no fue. Ilustrado radical, aunque con una evolución cada vez más conservadora, José María Blanco White (1775-1841) nunca acabó de encontrar su sitio. Tanto fue así que adoptó un sobrenombre expresivo, Juan Sintierra. Tal vez, si hubiera vivido en el siglo XX, habría utilizado como seudónimo Nowhere man, por la canción de los Beatles. Le hubiera ido como anillo al dedo porque tuvo que exiliarse de una tierra donde su lucidez le ganó demasiados enemigos a derecha e izquierda. Fue el precio que tuvo que pagar por su independencia puesto que, en sus propias palabras, “la disidencia es la gran característica de la libertad”.
Blanco encarnó justo lo opuesto al tópico de la España cerrada en sí misma. Porque, como señaló Eduardo Subirats, nadie en el país conocía mejor la ilustración y el romanticismo de Gran Bretaña, ni el pensamiento filosófico alemán. El entusiasmo por las nuevas ideas poseía un componente emocional indudable, próximo en ocasiones a una especie de erótica del pensamiento. Lejos de la frialdad que se le presupone a un sesudo analista, nuestro hombre experimentaba sentimientos de placer y hasta de “arrobamiento” cuando leía a un pensador de su agrado como el padre Feijoo.
El estallido de la guerra de la independencia, en 1808, fue para él una oportunidad para europeizar el país. Se encontró entonces ante un dilema peliagudo. Por afinidad, su campo era el de José Bonaparte, convencido como estaba de que la dinastía borbónica no tenía reforma posible.
Pudo unirse a los liberales, pero, como seguir en la península significaba continuar con su estado sacerdotal, emigró a Inglaterra, única forma de no vivir en permanente divorcio entre lo que pensaba y lo que decía. Allí fundaría un periódico, titulado, significativamente, El Español. Era su editor y su redactor único. Todo el trabajo pasaba por sus manos, a un ritmo tan intenso que llegó a amenazar su salud. Lo bueno era que por fin podía escribir lo que quisiera sin tener que medir las palabras.
En términos ideológicos, su evolución se desarrollaba a toda velocidad. A los pocos meses de llegar a Inglaterra quedaba ya poco de antiguo jacobino. Había descubierto las virtudes de pacto y la moderación. Este fue uno los muchos giros espectaculares que dio en su controvertida trayectoria, entregándose a la defensa de sus nuevas ideas con un apasionamiento provocado, en parte, por el espíritu de converso. Sus adversarios lo caricaturizaban injustamente al referirse a su volubilidad, aunque lo cierto es que no les faltaba una parte de razón.
Blanco, de esta forma, pasó a propugnar una reforma posibilista que se distanciara de los escritores utópicos. Los grandes autores de la Ilustración, como Rousseau o Voltaire, a los que critica por escribir “en un estado de irritación perpetua”, habían intentado luchar contra la opresión “por medios indirectos, y como a traición”. Más tarde, los teóricos de la Revolución sólo habían producido sueños inaplicables mientras no se modificara la naturaleza del ser humano. Sus teorías, por tanto, solo conducirían a la decepción más amarga en cuanto se intentara, provocando por el camino innumerables desastres, su concreción práctica. El cambio social debía ser hijo del equilibrio y no del “frenesí” que habían exhibido los franceses a partir de 1789. La pasión no podía ser, jamás, una buena consejera respecto a los asuntos públicos.
Entregado a su combate político, nuestro protagonista tuvo que pagar un alto precio en términos de desarraigo. Inglaterra podía ser admirable como mecanismo constitucional, pero la frialdad de sus gentes no encajaba bien con alguien habituado al temperamento andaluz. Sus sentimientos, por eso, eran ambivalentes y oscilaban entre el entusiasmo y la melancolía del que se sabe ajeno al mundo que se alza ante sus ojos. Por otra parte, comprobó que la Gran Bretaña que conocía por los libros, en la que parecía primar el escepticismo respecto a la fe -actitud que él, en esos momentos, todavía compartía-, no tenía mucho que ver con la realidad del momento. El entusiasmo religioso volvía a estar en auge.
Con todo, apostó con tanta decisión por integrarse en su nuevo país que hasta cambió su nombre, José María Blanco Crespo, por el de José María Blanco White, para consternación de viejos amigos que se sintieron dolidos por lo que juzgaban una deserción. Este asimilacionismo se manifestó también en el uso del inglés como lengua literaria. Con tanto éxito que su soneto Night and day (1825), elogiado por Coleridge, el célebre poeta, seria incluido en la antología The Oxford Book of English Verse.
Nada le hubiera gustado más que construir una sociedad basada en el libre intercambio de ideas, pero a la vez estaba seguro de que no se debían violentar ciertos ritmos, como si fuera a amanecer más temprano por madrugar más. Desear un mundo mejor no debía significar hacer tabula rasa del pasado, de forma que se destrozara lo malo sin tener aún lo bueno como opción de recambio. La arquitectura le proporcionaba un símil muy pedagógico: si un edificio está mal construido, no por lo echamos abajo para que aplaste a la mitad de sus habitantes y la otra mitad tenga que vivir al raso. A estos últimos les soluciona poco la promesa de que habrá para ellos un palacio fastuoso a construir en un futuro impreciso.
Enemigo de cualquier absolutismo, creía que el pacto político debía estar sujeto a revisión periódica de acuerdo con las necesidades del momento y la voluntad de los ciudadanos. La Constitución no debía convertirse en un tótem a defender a capa y espada, sin introducir jamás a más mínima alteración. Si eso llegaba a suceder, no faltaría quien quisiera acabar con el todo con el pretexto de cambiar la parte.
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