La exigua mayoría de hoy ha votado por un amable progreso. Se podría definir como un programa del bienestar capitalista, proteccionista, pacifista y farragoso en su expresión.
La oposición conservadora denuncia el deterioro que así se provoca a la estructura. Toda esta amabilidad debilita las garantías clásicas de seguridad, igualdad y libertad. Se confunde pacificar con complacer. Se está despreciando la ley, la objetividad. La imagen de un camillero que suministra morfina a los heridos (indulto) sólo después del general que en el punto crítico del enfrentamiento lanzó el órdago que desarmó al insurgente (art. 155 CE), sirve para el caso. El camillero y confesor adquiere ahora unas dimensiones milagrosas sanadoras, sino resucitadora.
El Estado queda como un sistema prestacional, como una organización al servicio de las carencias ajenas, socorro de las diversidades. El Estado como depósito de deudas. Así, infatigablemente, critican los conservadores que el Estado es cada vez más fragmentario, más pesado, más débil, menos capaz de asegurar el espacio vacío de libertad. Con estos mimbres, ay, ¿qué gobernante español aguantaría lo que un francés ante los disturbios diarios como los de este verano? Ninguno. Evidentemente. Aquí se cede, de forma exquisita, para no ofender.
No se le puede negar a la oposición la consistencia de su análisis. Queda sin embargo leer tras la inmediatez de los hechos qué fuerzas de progreso y modernización se están moviendo. Queremos saber si entre las concesiones particularistas y el proteccionismo existe una corriente de progreso que no se quiere ver.
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