Siempre que tengo ocasión de explicar por qué me dedico a enseñar empiezo por mi parte favorita: el chiste. Sí, porque resulta que cuando yo era pequeña no tenía nada claro lo que sería de mayor. Me debatía entre ser guionista, escritora, presentadora de televisión… sabía que iría hacia algo relacionado con eso tan complicado y hermoso de contar historias, pero, sin duda, lo único que siempre supe es lo que no iba a hacer con mi vida: nunca sería maestra. Tiene gracia si lo pienso hoy en día. Aquello de lidiar con los niños de otro, soportar sus malos humos y su inmadurez, eso de la pueril fragilidad no iba para nada conmigo. Con el paso de los años y también por aquello del camino marcado por otros ―del que nadie se libra―, fui encontrando mi vocación de periodista. O ella me encontró a mí. Y es que mi primer mentor fue mi maestro de Lengua de primaria. Un señor alto como una torre, moreno, con un frondoso bigote de la época y al que las generaciones anteriores del Colegio Público Tierno Galván habían apodado, no sin acierto, Mazinger Z. Él fue el primero en hablarme de periodismo. Mi abuelo también lo haría poco después. Y es que mi camino está marcado por hombres y mujeres reverenciados, por maestros. Personas de buena clase, en el único sentido honorable de la expresión.
Con el periodismo por bandera ya en la adolescencia, sentí que aquello era para mí. Y una profe del instituto, que comenzó a hablarnos de medios de comunicación, nos propuso elaborar el guion de nuestro propio programa de radio. El gusanillo ya era mariposa por entonces. Una mujer a la que admiré, una maestra que me enseñó con cariño un poco más del oficio que ella nunca había ejercido.
La selectividad era la prueba de fuego, pues alcanzar la nota suficiente para entrar en la carrera de Periodismo no era fácil. Superado ese trance, llegó el momento de empezar a aprender de verdad. O de dar los primeros pasos en esa dirección. Por aquel entonces, yo no llegaba a los diecinueve y me paseaba por aquella Facultad con mi camiseta de anarquía, mis calentadores de colores y mi minifalda vaquera. Con una cámara al hombro y una libreta en la mano. Solo quería empaparme de todo y comenzar cuanto antes a recorrer el mundo para contar historias como reportera. Y así fueron pasando los años: conocí a las mejores amigas del mundo, aprendí algunas cosas, escribí en muchos folios de examen, me emborraché un poco y me reí tanto que llegué a caerme de algún sillón.
Cuando estaba a punto de salir de verdad al mundo, aparecieron otros hombres y mujeres reverenciados, que me enseñaron cómo funcionaba de verdad el sistema, cómo nos engañaban y cómo estábamos indefensos. Me dieron las armas del pensamiento crítico y me mostraron mi verdadera vocación: nunca quise ser maestra, siempre quise enseñar aquello que amaba. Porque cuando ves en los ojos de un veinteañero ese atisbo de asombro, cuando logras que se planteen las cosas, que apuesten por pensar distinto, que abracen la verdad sin ambages, ese instante lo compensa todo. No creo que nunca llegue a ser una mujer reverenciada, pero solo espero estar siempre a la altura de quienes hoy depositan en mí esa mirada inquieta. Ayer tuve una buena clase. Y eso no tiene precio.