Gente que no lo ha vivido, peor aún: gente que considera a su manera la gesta del 4 de diciembre de 1977, cuando la considera, ha venido a dar lecciones sobre "el espíritu del 4 de diciembre" y a exigir comportamientos «acordes al espíritu…» arbitrariamente atribuido a aquel día en que más de la mitad de la población andaluza salió a la calle, para posibilitar que dos años después, el 28 de febrero de 1980, más de la mitad de los andaluces, dijeran sí al Estatuto de Autonomía, al que algunos partidos habrían querido que dijeran “no”. Se equivocaron en el planteamiento, erraron plenamente en su consideración de irresponsables y de «por fortuna» no autonomistas a los andaluces. No tuvieron mejor forma de reparar su error que achacando ambos grandes movimientos por la Autonomía a un supuesto agravio comparativo sacado de sus anchas mangas como remate del juego sucio que había venido siendo desde 1974.
Constatar el papel secundario reservado a Andalucía, rebelarse contra la asunción de ese papel y reclamar derechos históricos, culturales, científicos, educativos, económicos, puede ser cualquier cosa menos agravio comparativo. Andalucía no reclamaba autonomía porque otros pudieran tenerla. No pedía un nivel para ser igual que otros. Si así hubiera sido no habría intentado obtener su independencia tantas veces, no habría luchado por la República Federal desde mediado del XIX y por la autonomía desde principio del XX. Recuérdese “En cada piedra de Andalucía hay sangre de federales”. Recuérdese a Mario Méndez Bejarano, Rafael Pérez del Álamo, Rafael Ochoa, Isidro de las Cajigas, ó al anarquista Pedro Valina. Recuérdese a Blas Infante, desde los veinte años reclamando una Andalucía autónoma.
La dependencia de Andalucía es una dependencia de tipo colonial. Los distintos gobiernos españoles no permiten el despegue de Andalucía, y lo vienen demostrando con sus acciones directas desde principios del XIX (véase “Andalucía: un mundo colonial”), exprimiendo y suprimiendo la industria y la agricultura andaluza por diversos medios. Todo tratamiento colonial faculta a los maltratados a reclamar ante Naciones Unidas, sin olvidar que las capitulaciones de las ciudades andaluzas ante las tropas castellano-leonesas, siempre ayudadas por el resto de reinos peninsulares y muchos europeos, no fueron rendiciones al reino de Castilla, sino aceptación de un nuevo rey, por derecho de conquista, el mismo rey que ya reinaba en Castilla y en León, sí, pero no al reino de Castilla. La unificación forzada llegada ya en el XIX, no cambió aquella fórmula, porque no integró realmente a Andalucía, sino sólo de manera formal, no había integración, como prueba el hecho de que los reyes, en plena Edad Media, antes y durante la conquista de Granada, se autotitulaban: de Galicia, de León, de Castilla, de Badajoz, de Toledo, de Sevilla, de Córdoba, de Jaén. Andalucía, por tanto, sigue poseyendo su idiosincrasia, su carácter, su personalidad y su derecho, inalienable y legítimo por encima de las legalidades temporales.
Si el 4 de diciembre fue una lucha por la Autonomía plena, por la libertad máxima, por el ejercicio de sus derechos históricos, aquel espíritu supone la posibilidad de ejercer esos derechos hasta el último, hasta lo último, por todos los medios a su alcance, de los que esta tierra, tradicionalmente pacífica salvo intervalos impuestos, prefiere los pacíficos y legales. Pero sin olvidar que la legalidad sólo es circunstancial y temporal. Que recuerden quienes se apropian de las fechas y, merced a subterfugios apartan a los verdaderos andalucistas, a los responsables de aquel 4 de diciembre, que podrán haber reunido fuerzas de la forma que sea, para aparecer como únicos decisores en ese día clave, pero el 4 de diciembre no es suyo. Es de todos los andaluces, y, si queremos apurar, de “otros” objetivamente más que de quienes forzadamente se arrogan su propiedad. Y el clan recuerde, cada vez que su líder grita “En Sevilla, jamás”, que la iniciativa no partió de ellos, partió del grupo Averroes, un pequeño nacido en Sevilla y extendido a toda Andalucía hasta ser atacado con malas artes por quienes habían conseguido ganar el poder.