La historia oficial llama “reyes de España” a los reyes godos y cuenta el primero a Ataulfo. Sin embargo, los jefes tribales y reyes godos se consideraron a sí mismos “reyes del reino godo de Toledo”. Fueron los Emires y Califas los primeros en ser considerados y aceptados “reyes de Hispania”, como figura en las monedas de la época conservadas. Eso se oculta, como tantas verdades de la historia de España. Pues hace tiempo, las autoridades de Cadrete, una población cercana a Zaragoza, azuzadas por el único concejal ultra abascaliano, llevan tiempo queriendo ocultar el busto del gran Abderramán III, fundador de la ciudad y de su castillo.
La primera vez que hubimos de ocuparnos de este lugar hoy alejado, entonces lejano, fue para denunciar el abandono a que el Ayuntamiento anterior había sometido el busto de Abderramán, realizado por el escultor Fernando Ortiz Villarroya y donado al Ayuntamiento —por cierto todavía con alcalde democrático y sin fobia a lo que los actuales consideran “moros”, gentilicio solo correcto para los nacidos o habitantes en la “Mauritania Tingitana” del imperio romano (hoy El Rif)—. En aquella ocasión le pedimos a la alcaldesa donara la estatua a cualquiera de las ochocientas poblaciones de Andalucía, dónde estaríamos encantados de guardar el recuerdo del gran cordobés “Rex Hispaniae”.
Con su pasión forzada por rendir culto simultáneo a Dios y al diablo, el ayuntamiento prefiere mantenerla en el pueblo, pero no en la plaza, a la vista y disfrute de todo el mundo dónde estuvo desde que el artista la regaló al pueblo, sino en el castillo. Primero en el Ayuntamiento, olvidada en un rincón. Ahora en la fortaleza construida por orden suya para la defensa de Cadrete y de Zaragoza, en un vértice de la torre, construcción de 25-30 metros cuadrados, muros incluidos, único vestigio actualmente en pie de lo que, siendo solo una construcción defensiva, por lo tanto, de tamaño reducido, debe guardar bajo su suelo vestigios arqueológicos de alto valor, como otras muchas construcciones de hace más de ochocientos años. Pero, por suerte, para esas otras, no sufren como esta la fobia racista del abascalismo; para los racistas, mucho más importante que el valor histórico, artístico y suele ser también económico, de la segura utilidad enterrada y, por tanto, a descubrir. De todas formas, da igual: enterrada o visible, aquello “no es cristiano” (como dijo un día de Séneca un ministro) y es mejor mantenerlo bajo tierra. Es mejor que la gente ignore un pasado que tendría sus luces y sus sombras, como todas, unas más sombras que otras, pero siempre con valores incontestables, especialmente en este caso por ser quien fue y como fue la figura de Abderramán III. Un rey enérgico, capaz de generar prosperidad y mantener un reino al mismo tiempo próspero, poderoso y culto.
(Anda. Si a lo mejor es eso precisamente lo que más duele al voxerismo)
Esa es la importancia que tiene para algunos la historia, la cultura, la riqueza cultural de un pueblo, que la cultura también es riqueza. Doble. Por cultural y por sus posibles rendimientos. Ah, pero esos rendimientos son “dignos” de ser enterrados con los restos posibles bajo el castillo, si pueden ser capaces de descubrir la historia y la cultura. Las de verdad. Si acaso, ceder lo mínimo: por ejemplo, uno, todo lo más, dos días de visita en semana a una obra de arte expuesta —si eso se puede llamar exponer— en un vértice, un rincón de un torreón sin iluminación adecuada.
Este es el valor que tienen la historia, la cultura y la economía de España para el “españolismo de pandereta”, el españolismo de pulsera y verborrea y ocultación continua y permanente, para dejar a la vista tan solo la historia opaca y pacata contenida en sus ínfimos presupuestos culturales.
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