El fantasma de un Estado

Con todo, lo peor es lo que consagra e institucionaliza este claro enfrentamiento de un territorio con otros, con un gobierno común, que será común en cuanto fuerza impuesta a todo el territorio, no en cuanto a su respuesta a todo el territorio

Una persona con una bandera de España.

Si aceptamos con Ernst Renán que «el fundamento de toda nación es la voluntad de vivir juntos, la existencia de un proyecto de vida en común» debe concluirse sin error que España no existe. El entorno en que vive Andalucía desde hace cinco siglos es un territorio, tal vez un Estado. Pero no una Nación. Porque es un cuerpo sin alma. Más que un proyecto de vivir junto a otros, es de vivir contra otros. No hay voluntad de convivir, de vivir juntos; hay un espíritu centrífugo que pretende absorberlo todo, condicionar todo cuanto está en torno a la voluntad, a la necesidad, al capricho del centro. La submeseta norte ha distribuido el odio dónde, para poderlo llamar nación, debería existir conciencia común, conciencia de pueblo: los gallegos «son catetos», los vascos «cabezones», los catalanes «usureros». Y los andaluces «vagos». Además «no sabemos hablar ni siquiera comer». Todo ello a pesar de adorar el gazpacho y las tapas —por ejemplo— a las que llaman «aperitivos» o «pinchos» según las zonas.

Ocurre que cuando se reconoce la riqueza gastronómica y alimenticia del gazpacho, por seguir con el ejemplo, esa comida, de forma automática «deja de ser andaluza y pasa a ser española». Del mismo modo, cuando universidades extranjeras de mucho prestigio han descubierto los beneficios terapéuticos y recuperativos de la siesta, la siesta «deja de ser actividad de vagos andaluces» y se convierte de pronto en «el yoga español». O cuando en casi toda la península se ha perdido la pronunciación de la «d» intervocal y de la «s» final, esas y otras caídas pasan a ser «una clara evolución protagonizada por Madrid, copiada por todos los demás». Todo esto después de muchos siglos de criticar a los andaluces, de recibir castigos en la escuela, de ser discriminados en los medios de comunicación «por hablar mal».

Con todo, lo peor es lo que consagra e institucionaliza este claro enfrentamiento de un territorio con otros, con un gobierno común, que será común en cuanto fuerza impuesta a todo el territorio, no en cuanto a su respuesta a todo el territorio. «La cosa quedó así, pero nosotros sí pensamos en Andalucía», era la «ocurrente» respuesta de un ex-ministro a la protesta por una serie de importantes obras no tenidas en cuenta, no realizadas y las que se llegaron a aprobar, mal planteadas, mal hechas, no llegaron a servir, ni de lejos, al objeto para el que en teoría habían sido pensadas. La falta de un proyecto de Estado evidencia que no hay Estado. O, mejor dicho, sí hay Estado en cuanto el Estado no es más que un territorio con un gobierno. Pero no hay nación, porque no hay un pueblo sino muchos, dispersos y enfrentados. Sólo queda, pues, un gobierno dispuesto a fomentar diferencias para pescar en río revuelto. Sólo queda una idea y una actitud paralela a esa idea: la rentabilidad sacada a la división.

No hay Nación porque no hay voluntad, porque falla el concepto, porque no hay ligazón entre los vecinos de ese Estado. De esa porción de terreno, esquelético fantasma de una Nación. En el Estado español se ha confundido nación con territorio. Estar rodeados de agua con una frontera dibujada por una hilera de montañas, la cordillera pirenaica, ha hecho creer que eso era la nación, olvidando de forma más que lamentable que la Nación es «algo» más. Y que otros dos estados también ocupan el espacio correspondiente en la península ibérica. Aunque la geografía lo define muy bien, en contraposición a esa clara definición, se suele confundir «España» con «península ibérica». Pero en la península ibérica también existen Andorra y Portugal.

No hay Nación porque no hay unidad, porque no hay voluntad de convivencia. Porque el gobierno —el actual y los anteriores hasta Fernando III, tan admirado por el integrismo españolista— se ha preocupado y ocupado concienzudamente de engrandecer a la capital del reino de las Españas a costa de sustraer cuanto ha sido beneficioso a su propósito, a toda la periferia. Y, es justo resaltarlo, a unos más que a otros.

En todas las comunidades hay críticos de las otras. Gente que, generalmente son españoles, muy españoles y mucho españoles, pero resaltan y magnifican pequeños detalles del carácter de los demás, unas veces reales, las más imaginados e impuestos, siempre con el objeto de ridiculizarlos. Es evidente lo lejos que está eso de un mínimo sentimiento de comunidad, de formar parte de un grupo humano más o menos homogéneo. No existe. Entonces ¿dónde está el sentimiento, dónde está el «genio» español? Al contrario, eso ratifica la imposibilidad de llegar algún día a disponer de un sentimiento común.

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