Por sus obras los conoceréis

A los políticos su necesidad de ser diplomáticos les fuerza a combinar enfrentamiento y condescendencia

Un mitin para las Elecciones europeas en una imagen de archivo.

La frase de Jesús de Nazaret es la mejor definición de la parte cambiante de la naturaleza humana. En especial de la especie menos humana: la de los políticos, animales a veces racionales, pero con una forma muy especial y personal de entender conceptos. Para empezar debería ser obligatorio desconfiar de las “conversiones fulgurantes”. La evolución es otra cosa, es legítima, pero no se puede producir en un momento, sino que lleva mucho tiempo, años. Solo San Pablo pudo caer del caballo para rectificar en un segundo su comportamiento hacia la nueva religión predicada por los seguidores de Jesucristo, y el único que lo sigue siendo aunque los coches de los políticos tengan muchos caballos, no se pueden montar todos al mismo tiempo, menos aún caer de todos esos nobles animalitos concentrados y encerrados en los cuatro o los seis cilindros, según los casos. Y caer del coche es un peligro que no es normal querer practicar ni se les ocurrirá a ninguno.

En definitiva, se entiende la evolución, pero solamente si es una evolución, un lento y progresivo cambio del pensamiento, de las ideas y convicciones de la persona. Nadie evoluciona en un minuto ni en un día. Ni en una semana. Eso demostraría tan solo un carácter voluble, muy voluble, con alguna  muy segura deficiencia mental, o bien —esto es más frecuente—, un tremendo, irrefrenable y peligroso afán de protagonismo o, peor aún, de ocupación o mantenimiento de una prebenda y más específicamente de un cargo, de un sillón de esos que se pegan al cuerpo y hacen traumático prescindir de él. Estos cambios, a pesar de la frecuencia con que suelen darse, dan idea no solo de la inestabilidad emocional y nivel intelectual de quien lo experimenta, sino con mayor exactitud de la endeblez o falsedad —este caso siempre es lo segundo— de sus convicciones ideológicas.

Hoy, que las ideologías políticas o presumidas por los políticos flaquean, están a la baja, o sea: da la impresión de no existir ideología alguna en los políticos. El paso de un partido de supuesta izquierda a otro de derecha, de un partido progresista, esta es mejor definición, a uno conservador o incluso ultraderecha. Lo mismo puede ocurrir al revés, aunque en mucha menos proporción, por la simple razón de que los grupos denominados “de derechas” o situados en nivel regresivo, suelen tener mucho más atractivo y posibilidades de recibir sustanciosas satisfacciones que los llamados de izquierdas. Aun así, cuesta mucho pensar y admitir la sinceridad del político cambiante, bien en su militancia o inclinación política anterior, o bien en la siguiente. O en ambos casos, como también suele darse. Pero cambiar de ideología, como de sentimientos, menos aún cambiar de forma radical, es imposible.

Más fácil es comprender que el o la sujeto haya estado ocultando su verdadero pensamiento, su ética, su preferencia económica o su convicción, tan solo para mantener la situación de dominio disfrutada o el cargo correspondiente. O las dos cosas, otra vez, hecho también harto frecuente. Si nos atenemos al ejemplo concreto, no es lo mismo pasar del PP al PSOE, o de Ciudadanos, al PP, o a Vox, y viceversa, no es lo mismo que pasar del andalucismo o del nacionalismo andalucista al centralismo exacerbado. Cuando menos en uno de los dos estados el individuo ha estado o está fingiendo. Cuesta mucho, más aún: resulta imposible aceptar la sinceridad del cambio inmediato o siquiera rápido, del uno al otro. No es fácil, más bien lo contrario, cambiar de buenas a primeras del progresismo a la regresión. No se puede pasar de una cosa a la contraria como quien cruza un charco, aunque haya tantos a quienes les encanta meterse en ellos, precisamente debido a su egoísmo y a inestabilidad emocional. No puede haber sinceridad en quien abandona el interés en la liberación de un pueblo oprimido, para pasarse al opresor.

A los políticos su necesidad de ser diplomáticos les fuerza a combinar enfrentamiento y condescendencia. Pero eso es diplomacia, eso es tacto, es saber dialogar o cuando menos soportar. El cambio radical, volvamos al objeto de este artículo, deja al descubierto el ansia, la necesidad de ejercer el poder a cualquier nivel, más, mucho más que la idea de servicio a la comunidad. Volviendo a Jesús, debemos estar más pendientes de sus actos que de la demagogia de sus declaraciones públicas. No debemos permitirles el cinismo del “sigue mis buenos consejos, pero no mis malos ejemplos”.

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