Sí. ¿Qué pasa en las residencias? Con el magnífico aspecto externo y quienes han entrado aseguran que también interno ¿qué les ocurre? Deberíamos creer en fantasmas y espíritus, conceptos de difícil digestión en estos momentos porque hace falta una pasta especial y algunos carecemos de ella, para dar crédito a esos fenómenos, que suelen llamarse paranormales. Pero cuidado porque una “a” entre las dos palabras puede ser un insulto a los creyentes de esas cosas. Por tanto desde un punto de vista estrictamente aséptico, lanzada queda la pregunta. Después de meditado el tema, aceptando la fatal circunstancia de la edad y el estado de muchas de las personas usuarias de esos especiales hospedajes para la tercera edad, sigue planteándose la duda. Una duda lógica, y las propias entidades propietarias de las residencias para ancianos, deberían estar nerviosas, pero del trabajo de cuidar como merecen sus hospedados.
En la antigüedad —permitan la querencia historicista pero la historia es quien más lecciones nos da— una característica capaz de unir a todos los pueblos, ya fueran entre sí amigos o enemigos, ya fueran más o menos avanzados para su tiempo, era el respeto a la vejez. Un respeto casi religioso, un respeto voluntario, asumido porque tanto los más jóvenes como los de edad un poco más avanzada también serán ancianos. “Pero aquello es historia, lo que interesa es este momento” dicen algunos descerebrados y descerebradas envueltos en el error de pensar que “lo antiguo” no sirve de nada. Claro que interesa lo actual, en eso estamos. Eso estamos reclamando. Porque aquellos grupos de personas, con poblados o ciudades, con formación familiar o colectiva, con gobiernos democráticos, teocráticos o tiránicos, estaban unidos por un hilo invisible: amaban y respetaban la vejez con todas sus consecuencias. Por eso ahora surge la pregunta ¿somos más civilizados que aquellas personas o debiéramos aprender de ellos?
El estado físico de cada una de las personas hospedadas en estos establecimientos puede ser, mejor podría ser, utilizado como justificación de lo injustificable, pues a mayor dependencia, a mayor dificultad más cuidado debe desplegarse en respeto a esas personas y a su minusvalía. El lamentable final de Miguel García, dos días enteros perdido, solo, el frío y la lluvia de dos noches, todo el sufrimiento padecido, no tienen explicación ni excusa posible. El sólo objeto de su existencia anula toda (im)posible justificación, cualquier excusa queda plenamente fuera de lugar. No hay excusa para que una persona con su capacidad intelectual disminuida pueda salir a la calle dónde sin duda alguna se encontrará extraño, solo, perdido en una inmensidad inalcanzable. Si hay que cerrar puertas deben cerrarse, si hay que impedirle salir se le debe impedir, nada más fácil en una persona con sus facultades sensoriales disminuidas. Por supuesto con el mayor respeto a su dignidad y sus derechos como persona.
Porque, —esta es otra— nada justifica el maltrato, nada puede justificar el castigo, practicado en muchos de estos centros según testimonios; es imperdonable dejarlos sin comer o darles comida tan caducada que la rechazarían los cerdos; nada puede justificar atar, ni mandar a la cama a nadie con tan sólo un yogur o un plátano, ni confiscarles sus pertenencias, según los mismos testimonios recogidos a la puerta de algunos de estos lugares, que de ninguna forma pueden convertirse en castigo para ancianos y ancianas. Se entiende que las empresas propietarias obtengan beneficio, pero jamás a costa del sufrimiento de sus hospedados.
Lo ocurrido con Miguel no es el primer caso pero podría repetirse si sigue sin darse el cuidado exquisito, la atención personalizada, requerida y merecida precisamente por edad y dolencias o enfermedades. Esta debería ser la primera función del personal, desde los responsables de limpieza hasta la dirección. Sin olvidar la función de vigilancia en el cumplimiento de su deber, que debe ser ejercido por la autoridad competente, en este caso la Junta de Andalucía, responsable de la autorización de estos centros, es también competente para ordenar su cierre y su rehabilitación posterior, pero en todo caso sin omitir su obligación tutelar hasta dónde sea necesario. La vida de una sola persona, la vida de una sola persona mayor, vale más que todos los beneficios económicos obtenidos por las empresas, más que las molestias que pudiera ocasionar a la autoridad. Las empresas y sus empleados, así como los responsables de la Junta de Andalucía si no están cualificados para mantener ese trabajo, tienen el deber de dimitir y dejar su puesto a alguien más eficaz y con mayor disposición hacia el servicio que hacia el beneficio.
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