Todo tiene su música. Conforme me detengo a observar los instantes que vivo, veo que siempre hay una melodía que lo acompaña, una banda sonora a golpes de altavoz.
Recientemente, en carnaval, los vinos y las bromas tenían cadencias de pasodoble. El otro día, en una gincana del instituto, los juegos púberes se sucedían a ritmos de reguetón (incluso de aquel reguetón de las ferias perdidas, en las que yo tenía pocos años más que los que ellos tienen ahora).
Hay también ciertas notas silenciosas, unos ecos ilusorios, en lo que nos retrotrae a los años que ya son humo: objetos, lugares, las canciones en sí... e incluso personas. Este escrito, de hecho, se me ha venido a la cabeza al volver del súper, después de encontrarme caras conocidas, como los padres de una antigua compañera de clase o el gorrilla que se ponía debajo de la casa de mi abuela, un gitano amabilísimo y noble.
Ya digo, todo me resulta como una conjunción de acordes, un soniquete que no cesa, canción sobre canción. No iba a ser menos con mi madre, que -según lo visto hoy de camino a la compra- parece preferir a Jay-Z antes que a The Notorious B.I.G.
Con ella, de hecho, acostumbro a hacer bastantes planes en un silencio musicado. Ella no pone pegas a lo que uno le ponga, desde Guns and Roses a C. Tangana, de Nino Bravo a Serrat, de Dellafuente a Joaquín Sabina, de Perales a José Mercé. Esto último, en verdad, es lo que más le tira, el flamenco - y si es cante jondo, mejor; hemos ido juntos a conciertos de Israel Fernández, Jesús Méndez y Miguel Poveda.
Últimamente, la pobre está sufriendo mi reciente afición a la ópera, ya sea con Luciano Pavarotti mientras fríe unos boquerones -esas breves delicias con limón y sal- o con María Callas mientras hace unas costillas a la plancha, que tomamos con Coca-Cola (que nos perdone el Mediterráneo). En los días de sol, que almorzamos en la terraza, me está dando por ahí.
No sé cuánta ópera habría escuchado ella hasta ahora, pero no me dice ni media palabra. Es como si le valiese cualquier cosa con tal de almorzar juntos, ahora que nos vemos menos - imposiciones del destino. Unas veces la acribillo a preguntas y otras piropeo sus habilidades culinarias. «Tuve una buena maestra» suele responderme. Otras, como el último día que hizo puchero -Puccini de fondo-, me pongo a contarle cosas que sé que olvida: que el arroz que comemos lo trajeron los árabes, que la sal dio lugar a la palabra «salario» en los tiempos de Roma, que la tortilla de patatas es gracias a que se descubriese América, etcétera.
Creo que el quid de la cuestión es que voy descubriendo la nostalgia en la belleza, por lo que voy atisbando conforme se apilan los años, conforme pierdo juventud y gano pinzamientos y reflejos canos. Empiezo a ser consciente de que esto que es bello se escurre ante los ojos como arena entre las manos y que, como ya empieza a ocurrirme con otros hechos y detalles, despertarán un «ay» dentro de algunos años.
Todos estos momentos son, con o sin música, canción sobre canción, la música de la nostalgia, de una guitarra que ya se templa, consciente de que la pérdida va vibrando en los bordones.