Aún hay padres y madres que tienen muy interiorizado el hecho de que para modificar o extinguir una conducta no deseada, es necesario hacer sentir mal al niño, hacerle sentir vergüenza o culpa. Lo vemos continuamente, aunque no seamos conscientes, en las reprimendas, riñas y castigos que se imponen a los niños. Ésta es una manera de actuar que, aunque a corto plazo puede conseguir el efecto que desean los padres (por ejemplo, extinguir una conducta), los efectos a largo plazo son perjudiciales.
¿Puede un castigo ayudarnos a educar? ¿podemos enseñar a nuestros hijos que algo es incorrecto haciéndoles sentir culpa? ¿Funciona? ¿Es contra productivo?
Aplicar un castigo sirve al adulto a extinguir la conducta a muy corto plazo. El castigo es una técnica conductista centrada únicamente en el resultado inmediato, no en las consecuencias posteriores. Ante una conducta del niño que al adulto no le gusta, se aplica una sanción que consigue extinguir dicha conducta de inmediato sin pararnos a pensar si ésta volverá a repetirse, porqué el niño se ha comportado así o cómo se está sintiendo ese menor ante ese castigo. Por tanto, podríamos decir que, a muy corto plazo, sí funciona si lo que queremos es extinguir dicha conducta. A largo plazo, veremos que no sirve si lo que queremos es educar y enseñar a hacerlo de otra manera más positiva.
Ante la pregunta si el castigo funciona, aunque a corto plazo extingue la conducta que deseamos hacer desaparecer, a largo plazo puede no servir para nada. Ante la pregunta si enseña algo, mi respuesta es “no”. El castigo consigue que el menor deje de hacer tal cosa, pero no indaga sobre por qué el niño actúa así. Quizá detrás de ese mal comportamiento hay una llamada de atención, quizá hay una mala gestión de las propias emociones, quizá hay un problema que va más allá de la conducta inadecuada. Al castigar, no valoramos qué está pasando ni le estamos dando al menor estrategias para aprender a hacerlo mejor. Esto inevitablemente provoca que esa conducta se acabe repitiendo más adelante. La única diferencia es que, probablemente, dicha conducta se repetirá a escondidas del adulto. El niño la acabará repitiendo no por mala intención sino, porque no sabe hacerlo mejor.
Y es que el castigo no le enseña al niño que algo está mal, sólo le enseña que a nosotros no nos gusta. Si no intentamos ver qué hay detrás de su mala conducta e intentamos enseñarle cómo hacerlo mejor, no estaremos enseñando nada.
¿Por qué no deberíamos hacer sentir culpa por haberse equivocado?
No estoy a favor de hacer sentir culpa porque el niño no nace sabiéndolo todo, y como adultos esperamos que sepa hacerlo todo bien, y nos excusamos en el sentido común. Vivimos en una sociedad adulto centrista que aún sigue pensando que el niño nace sabiendo. Damos por sentado que el niño ha de comer sentado en la mesa sin levantarse, ha de expresar su ira con palabras y no con golpes, o no ha de jugar al fútbol dentro de casa, todo sin que nadie le enseñe a hacerlo bien, sino que pensamos que lo ha de hacer porque es coherente hacerlo como a nosotros nos gustaría que lo hiciera. Enfocamos el mundo desde el punto de vista del adulto. Y por eso culpamos al niño que no lo hace bien, sin pararnos a pensar qué hacemos mal nosotros como educadores que somos de nuestros hijos.
En más de una ocasión he visto reñir a un niño comparándolo con otro niño que lo hace bien, sin pararse a pensar el adulto qué hace mal él como educador. ¿Por qué ese padre / madre no se compara con el padre / madre del niño que lo hace bien? ¿Por qué el adulto no se plantea cómo está educando el otro adulto y hacemos recaer la culpa siempre en el menor? Confundimos culpar con responsabilizar.
La culpa no enseña nada, sólo permite que el niño empiece a albergar en su interior rabia y resentimiento hacia sus padres y, con el tiempo, rebeldía.
¿Qué conlleva la culpa (a la larga) en el carácter de los niños? ¿inseguridad? ¿cómo afecta la inseguridad en la forma de ser de niños y futuros adolescentes?
Al culpar a un niño por algo que hace mal, pero no enseñarle a hacerlo bien, le estamos culpando no sólo por hacerlo mal sino por no saber cómo hacerlo. Y eso genera inseguridad y baja autoestima. Si tu jefe te riñera continuamente por hacer las cosas mal, pero no te enseñara a hacerlo de otra manera, acabarías pensando que no sabes hacer ese trabajo y que no sirves para el puesto. Lo mismo le sucede al niño.
Culpar continuamente al menor por no hacer las cosas como nos gusta a los adultos inhibe su espontaneidad, lo vuelve temeroso de tomar sus propias decisiones y hace que sea fácilmente influenciable. Los niños que son castigados con frecuencia suelen carecer de habilidades sociales y mienten mucho más. Se acostumbran a hacer las cosas a escondidas de sus padres precisamente para evitar el castigo que saben que va a darse. Por otro lado, los niños se vuelven temerosos de sus padres y dejan de confiar en ellos. Por tanto, es de esperar que, al llegar la adolescencia, los padres no sean las figuras de referencia a quien recurrir ante un problema.
Además, los niños comienzan a albergar poco a poco en su interior resentimiento e ira hacia quien continuamente les castiga. Es posible que en un inicio se vuelvan más introvertidos, precisamente por esa falta de espontaneidad que comentaba anteriormente. Esta introversión se hará extensible poco a poco a otros ámbitos distintos al entorno familiar, lo cual puede provocar falta de habilidades sociales y dificultad para relacionarse de manera asertiva.
¿Cómo gestionar la conducta cuando los niños obran mal? ¿O cuándo desobedecen reiteradamente?
Lo primero que debemos tener en cuenta los padres y las madres es que son niños, pero no por ello dejan de merecer nuestro respeto. Educar consiste en enseñar a hacerlo mejor, en transmitir valores, en dar ejemplo sobre formas de actuar para aprender a vivir en sociedad como adultos sanos emocionalmente, responsables, autónomos, libres y críticos.
Los niños no nacen sabiéndolo todo, dependen de nosotros para aprender a hacerlo mejor. Por tanto, antes de aplicar cualquier sanción es importante dedicar tiempo y esfuerzo a valorar qué está pasando, qué se esconde detrás de la conducta de mi hijo, por qué se comporta así. Y a partir de aquí, con amor y respeto, he de explicarle que eso está mal y el porqué. No hay que justificarse ante la prohibición de saltar en el sofá, pero sí explicarle por qué no se salta y darle una alternativa a saltar si creemos que lo hace porque está nervioso.
También es fundamental insistir y dar instrucciones claras, coherentes y constantes. De nada sirve reñir un día por saltar en el sofá y al día siguiente permitirlo. Así sólo estaremos dándole a nuestro hijo un mensaje contradictorio y confuso. Si hablamos tranquilamente, le explicamos por qué eso está mal, si le ayudamos a encontrar otras maneras de hacer e insistimos, veremos que la conducta errónea tiende a desaparecer. Es importante incidir en que no recurrir al castigo no quiere decir no establecer límites, quiere decir que estos límites los vamos a establecer con cariño y con respeto.