Hace casi veinte años que murió Álvaro Cunhal. Parece que fue ayer cuando leí por primera vez ─en una mejorable traducción al castellano─ su novela Cinco días, Cinco noites en formato bolsillo. Él aún vivía. Bastantes años más tarde, me topé con una edición en su original portugués en una de esas imprescindibles librerías de viejo del barrio de Chiado. El portugués siempre es más hermoso por escrito. He de confesar que, pese a no dominar en absoluto la lengua de Pessoa, me atreví con aquella historia, más persuadida por sus escasas noventa páginas y por conocer ya su contenido en mi idioma, que por ese endémico mal de arrastre que sufrimos los españoles, al creernos los dueños de la península. La primera vez que leí a Cunhal no supe que leía a Cunhal. La responsabilidad es más suya que mía, pues esta obra, como otras tantas de su producción, la escribió bajo el seudónimo de Manuel Tiago. Una excentricidad con menos aires de divo que de superviviente, tratándose de quien fuera secretario general del Partido Comunista Portugués durante casi treinta años entre los sesenta y los noventa.
Cunhal fue sin duda uno de los políticos portugueses más destacados del siglo XX, un dirigente carismático y un marxista-leninista convencido. No en vano, el PCP es uno de los pocos reductos de esa corriente que sobreviven aún en Europa en cuanto a representación parlamentaria, junto con el italiano y el francés. Pero yo conocí a Cunhal como Tiago, porque de alguna manera solo a Tiago le estaba permitido inventar historias y contarlas. Cunhal ya tenía bastante con torear la perestroika y rechazar el eurocomunismo. Tiago era el que podía jugar y divertirse. Y lo hizo durante esos cinco días y cinco noches en que transcurre el cuento que le leí. En él, corren los años cuarenta y André escapa de la prisión para abandonar el país clandestinamente. En Oporto, unos amigos le presentan a Lambaça, un contrabandista que conoce bien la frontera norte de Tras-os-Montes con España. La huida durará cinco días con sus cinco noches, y en ella surgirán todo tipo de preguntas, confianzas y desconfianzas. Quizás les suene.
Cinco días, también con sus cinco noches, hemos vivido otra huida en España. Tal vez una hacia adelante, a juzgar por el resultado. Más que a Cunhal, el sainete parece recordar al “fuese y no hubo nada” machadiano. Aunque, eso sí, nos mantuvo en vilo. Todo empezó con una carta, como las que André había enviado desde su celda. Bueno, en realidad empezó mucho antes: con un acto burdo de exhibición de fuerza desde el poder de las togas, de las gargantas de la mentira y los púlpitos del odio. Un acto al que también, y por qué no decirlo, le siguió una atropellada caterva de despropósitos, incertidumbres y temores; como los que recorrieron el cuerpo de André −y de Tiago y de Cunhal− en unas pocas noches portuguesas. Cinco noches, para ser exactos. Con sus cinco días.