En la actualidad, tendemos a pensar que la derrota de la República, sola frente al monstruo fascista, era poco menos que inevitable. En 1936, la situación era, en realidad, muy incierta. Hubiera bastado con el gobierno hubiera actuado con rapidez y eficacia para descabezar la sublevación antes de que estallara. Azaña, sin embargo, minusvaloró la amenaza y no hizo nada. Indalecio Prieto lamentaría esta negligencia en los siguientes términos: “Como el señor Azaña no creía en la sublevación, el Gobierno tampoco creyó en ella, y los sublevados pudieron lograr el éxito que en casos semejantes suele acompañar casi siempre a la sorpresa”.
El 24 de julio, durante una alocución en la radio, Prieto anunció, en un exceso de optimismo, que la rebelión ya estaba en declive. Los golpistas, al no disponer de flota de guerra, no iban a poder trasportar a la península las tropas de élite que se hallaban en Marruecos, que, de esta forma, quedarían allí confinadas. El líder socialista, obviamente, cometió un error de bulto porque ese ejército sí consiguió cruzar el Estrecho. También se equivocó al suponer que el enemigo carecía de apoyo popular, como si todos los españoles estuvieran, como un solo hombre, en las filas republicanas.
Era cierto que la República, en los momentos iniciales de la contienda, contaba con la mayoría de los barcos de la armada y con todo el poder industrial del país, que incluía el textil catalán, la siderurgia vasca y la minería asturiana. Disponía, además, del oro del Banco de España. Su población, más numerosa, hacía posible obtener más soldados.
Estas ventajas, por desgracia, se neutralizaban por pesados lastres. Como señalan dos ilustres historiadores económicos, Carreras y Tafunell, “la Guerra Civil es un magnífico ejemplo de que más importante que disponer de recursos o factores productivos es ser capaz de movilizarlos de modo eficaz. La República falló estrepitosamente en esa tarea”. Este fracaso se debió a un cúmulo de razones. El bando lealista perdió a buena parte de la clase empresarial, alineada con los rebeldes. No hubo manera de sustituir eficazmente su capacidad de gestión. A este déficit había que unir otros serios problemas, como la falta de capitales o la creciente dificultad para acceder a las materias primas que necesitaba una industria que no consiguió incrementar su producción, sino todo lo contrario. Además, la economía republicana recibiría, en 1937, un golpe brutal con la pérdida de los territorios del Norte. A partir de ese momento, elementos tan cruciales como la siderurgia o las minas de carbón pasarían a control enemigo.
Una guerra no se puede ganar si el sistema productivo no funciona. Tampoco si, en el terreno militar, existen debilidades muy difíciles de subsanar. La mayor parte de los oficiales del ejército profesional se pusieron del lado de los rebeldes, con lo que el gobierno legítimo se quedó con una importante carencia de mandos militares profesionales. Por mucho que la propaganda oficial hablara de victoria, la situación, como lúcidamente hizo notar Azaña, era la contraria. En lugar de atacar a los rebeldes y hacer fracasar la insurrección, el gobierno se estaba limitando a procurar resistir.
Nada más iniciarse las hostilidades, los dirigentes republicanos, conscientes de su posición de inferioridad, no tuvieron más opción que repartir armas al pueblo. Pretendían de esta manera dar la imagen de un apoyo masivo que beneficiara al régimen. Se formaron así las célebres milicias, de las que no se puede decir que constituyeran “la nación en armas”. El número de voluntarios, pese a la propaganda y la presión social, nunca fue muy alto. Sus componentes eran militantes muy politizados, tal como sucedía en la España insurrecta. En ninguno de los dos campos llegó a darse una extensa movilización popular, tal como señalan Michael Alpert y James Matthews.
¿Fueron los milicianos efectivos en el campo de batalla o constituían, por el contrario, un lastre? Sus ganas de combatir, en la práctica, no podían sustituir al buen adiestramiento, por lo que el pánico ante la aviación enemiga provocaba desbandadas que no hubieran ocurrido con otro tipo de tropas. La falta de organización resultaba patente. En el bando leal, demasiados se consideraban con derecho a desobedecer una orden si lo juzgaban oportuno. Esto sucedía incluso con altos mandos como Líster o Modesto. En el bando contrario, en cambio, este tipo comportamientos resultaba impensable por la dureza de los castigos.
La disciplina, según el dirigente anarquista Diego Abad de Santillán, era “casi un delito”. El escritor Arturo Barea pudo constatar que los hombres tenían muchas ganas de marchar al frente, a matar fascistas, pero no tantas de recibir la imprescindible instrucción que podía salvarles la vida. En ocasiones, prejuicios ancestrales venían a impedir una conducta mínimamente eficaz. ¿Cavar trincheras? Eso hubiera sido lo mismo que admitir que no se poseía suficiente coraje. En una cultura como la española, que rendía culto a la virilidad, tomar según que precauciones equivalía a una mancha para el honor.
A la República le faltaron no solo medios materiales, también cabezas pensantes. Resulta lastimoso comparar a la familia real británica, que permaneció en Londres durante la Segunda Guerra Mundial, pese al peligro de la aviación nazi, con un gobierno español que dejó Madrid por Valencia. Esta decisión, poco adecuada para la moral bélica, se reveló también como un grave error político al restar autoridad al gobierno de Caballero frente a los comunistas, que podían esgrimir el hecho de que ellos sí habían combatido en la capital. La fuga, además, pudo acabar en el ridículo más espantoso: un grupo de milicianos anarquistas tomó a la comitiva gubernamental por una banda de fugitivos. De hecho, por penoso que resulte reconocerlo, eso era exactamente lo que eran.
El gobierno legítimo tomó demasiadas medidas desacertadas, empezando por licenciar las unidades del ejército. En territorio sublevado, este decreto, obviamente, no se respetó. Mientras tanto, muchas tropas gubernamentales o dudosas se marcharon a casa, justo en un momento en el que su presencia resultaba más necesaria.
Si muchas veces se hizo lo incorrecto, en otras se dejaron de tomar las providencias más elementales. El estado de guerra solo se proclamó en una fecha increíblemente tardía. Tampoco se prestó la suficiente atención a otros aspectos, como los relativos a la Inteligencia. En el territorio republicano existía una gran libertad de prensa, sobre todo si la comparamos con la férrea censura del bando franquista. Eso, en la práctica, suponía un inconveniente desde un punto de vista bélico. Vicente Uribe, en sus memorias, lamentó que los secretos militares estuvieran al alcance de todo el mundo. Cuando se producía un bombardeo, los periódicos proporcionaban todo tipo de detalles. Esta cobertura, además de contribuir a la desmoralización de la retaguardia, facilitaba las cosas al enemigo al proporcionarle una valiosa información.
Los franquistas contaban, además, con la valiosa ventaja que les aportaba su quinta columna en territorio enemigo. Según un chiste de la época, se parecía a Dios que también se hallaba en todas partes. Sus miembros se dedicaron a espiar, sabotear o asesinar. También a sembrar la cizaña, como hicieron en Barcelona para lanzar a unos antifascistas contra otros en mayo de 1937. Puede entenderse, por tanto, que entre los republicanos se genera una profunda psicosis. No era fácil, en aquellos momentos tan complicados, distinguir las amenazas reales de las imaginarias. Eso explica que, ante la duda, los milicianos pudieran preferir la prisión y el fusilamiento para los sospechosos. La realidad, en más de una ocasión, pareció justificar la paranoia. El general Mola, al alardear de que contaba con una quinta columna en Madrid, contribuyó, de hecho, a desatar una ola de violencia que se desató sobre los fascistas auténticos o supuestos.
Con todo, la mayor desventaja de la República estuvo, seguramente, en la deficiente conducción de las operaciones bélicas. Como señaló el hispanista Ronald Fraser, sus dirigentes se empeñaron, una y otra vez, en apostar por batallas convencionales con criterios más políticos que militares, puesto que lo que se buscaba era un efecto propagandístico. Así las cosas, los leales tenían siempre las de perder porque el enemigo contaba con una ventaja ostensible en recursos materiales. No obstante, en lo que parece un mito consolatorio, a Vicente Rojo se le ha elogiado por su capacidad para plantear el combate con brillantez. A decir de Gabriel Cardona, “desarrolló la estrategia más imaginativa de la Guerra Civil”. Según sus admiradores, él no habría tenido la culpa de las derrotas, fruto de la escasez de medios armamentísticos que arrastraban sus hombres. Pero… ¿No debe un buen general tener en cuenta la capacidad real de sus tropas? ¿De qué sirve la mejor de las estrategias si después nadie va a ser capaz de ejecutarla?
Parece que a prácticamente nadie se le ocurrió plantear una guerra de guerrillas, un recurso más lógico cuando hay que enfrentarse a un contrario que juega en una situación de abrumadora superioridad. Eso hubiera sido lo esperable a juzgar por el significativo precedente de la guerra de la Independencia. No hay ninguna garantía de que, por este camino, el resultado de la contienda hubiera sido otro, pero extraña que, al menos, no se intentara ir en esa dirección. Un militar, Alberto Bayo, sí propuso que se utilizaran los combatientes irregulares contra un enemigo más profesional y mejor armado, pero el ministro de la Guerra, el socialista Indalecio Prieto, no solo no le hizo el menor caso, sino que le echó una gran bronca, prohibiéndole difundir sus ideas. A su vez, desde el lado comunista, encontramos también una parecida falta de entusiasmo. En sus memorias, Pasionaria criticará por pueriles a los que preferían anteponer la organización de guerrillas a la organización de una fuerza de carácter más estructurado: “Las guerrillas, en una guerra de invasión y en colaboración con un Ejército nacional, pueden jugar un gran papel, aunque no determinante. En las condiciones de España en 1936 lo primero, lo urgente, lo que se imponía era reagrupar las fuerzas combatientes, constituir un Ejército regular”.
Los republicanos fueron incompetentes. Tanto que un general francés, Gamelin, llegó a decir que si su país hubiera entregado más armas a su gobierno, en la práctica no hubieran servido de nada. Según afirmó él, hacia el final del conflicto Matallana, el general republicano, el ejército al servicio del gobierno había aprendido algo sobre tácticas defensivas, pero nunca había llegado a dominar el arte de contraatacar o de retirarse. Se consiguieron, sí, avances momentáneos. El problema era la imposibilidad de mantenerlos cuando el enemigo respondía con todas fuerzas.
Desde el exilio, Negrín afirmaría, en carta al periodista estadounidense Herbert Matthews, afirmaría que el problema de la República no había sido la escasez de recursos materiales. La derrota se debía, en realidad, “a nuestra inconmensurable incompetencia, a nuestra falta de moral, a las intrigas, celos y divisiones que corrompían la retaguardia, y por último a nuestra inmensa cobardía”. Negrín precisaba que al decir “nuestra” no se refería a los que habían combatido en el frente, sino a la irresponsabilidad de los políticos.
Pero la incapacidad de unos no convierte a los otros en genios de la guerra. Sabemos, por ejemplo, del malestar de los alemanes ante la estrategia de Franco, contrario a emplear tácticas modernas basadas en la velocidad de movimientos. Si finalmente se impuso, solo fue porque los “rojos”, como dijo uno de sus generales, Solchaga, eran aún peores.