De cuando en cuando encontramos en la prensa el mismo sermón: las emociones son nocivas para la vida pública. Hay que sustituirlas por la racionalidad. Parecería, en principio, que se hablaba de algo tan evidente como que dos y dos son cuatro. Sin embargo, nuestra visión cambia a poco que escarbemos un poco. Tendemos a ver la realidad en términos tan cartesianos que nos olvidamos de que el ser humano, como decía Edgar Morin, es “sapiens” pero también “demens”. La racionalidad, sin el sentimiento, produce monstruos. Los mismo que el sentimiento sin la racionalidad. Por eso es importante la aparición de Atlas político de emociones (Trotta, 2024), un ambicioso volumen colectivo que nos ayuda cartografiar el continente de nuestras pasiones para que podamos comprenderlas mejor y actuar en consecuencia.
Ambición, confianza, felicidad, nostalgia… En cada una de estas y de otras muchas entradas, la historia y la filosofía unen sus fuerzas para clarificar no solo causas y efectos sino también la naturaleza de cada una de estas emociones. Los autores buscan, en definitiva, algo que parece una contradicción, pero no lo es: acercarse objetivamente a nuestra subjetividad. Todo ello desde una pluralidad de enfoques que aporta más riqueza al análisis y sugiere más caminos para la acción. Porque no se trata de cuestiones meramente académicas, sino de hacer política a partir de las bases más seguras que aporta el conocimiento.
Importa, sobre todo, el matiz. No se trata de absolver las emociones o de condenarlas, sino de diseccionarlas: ¿cuánta emoción? ¿De qué manera? ¿Cuál es su objeto? Como en el caso de ciertas substancias, la dosis resulta esencial porque es lo que separa la cura del veneno. Pensemos, para empezar, en la admiración. Constituye una parte esencial de la vida pública porque, sin ella, no tendríamos líderes sino burócratas. Pero si permitimos que se descontrole y se convierta en algo ciego, el resultado será el caudillismo que nos aflige con impresentables como Donald Trump.
Todo esto nos lleva a la pregunta crucial de si el carisma sigue teniendo espacio en las sociedades democráticas. La respuesta, a mi juicio, debería ser un claro “sí”, pese a los inequívocos inconvenientes. En un mundo ideal, la gente votaría siguiendo el programa y nadie sería indispensable. En el mundo real, en cambio, los individuos cuentan y los ciudadanos los eligen no solo por sus ideas, también por la confianza que les inspiran. Ni siquiera un movimiento tan democrático como el de los indignados, con su apuesta por una política horizontal y no vertical, puede entenderse sin el poder de atracción de líderes como Pablo Iglesias. Su biografía ilustra perfectamente las ventajas de las figuras carismáticas y a la vez sus problemas en forma de hiperliderazgo. La realidad suele ser así: una mezcla inextricable de luces y sombras.
El lector del Atlas se encontrará con muchas controversias estimulantes. La compasión… ¿Una emoción social y virtuosa o una legitimación de las injusticias? Tanto los que razonan a favor como en contra cometen el error de definirla en términos esencialistas, sin darse cuenta de que se trata de un fenómeno cambiante según el lugar y la época. La compasión puede esgrimirse a favor del paternalismo o puede ser el detonante de las revoluciones y de movimientos como el de la abolición de la esclavitud. Tomemos ahora el ejemplo de la esperanza, una emoción que parece, a primera vista, inatacable. Para determinados autores sería sinónimo de falsas ilusiones que nos empujan a desviarnos de la realidad. Su crítica nos conduce a no dar rápidamente por sentada la verdad de aquello en lo que creemos.
Lo mismo sucede con paradigmas como el de la reciprocidad y el de la autonomía, por los que se gobierna nuestra relación con los demás. No acostumbramos a ponerlos en duda. Nos parecen principios racionales. Hasta que encontramos personas que, por su extrema vulnerabilidad, dependen por completo de otras. Es entonces cuando necesitamos que una emoción como la fraternidad venga a corregir un discurso centrado solo en la aparente lógica.
Las emociones, en definitiva, cruzan toda nuestra existencia y la determinan para bien o para mal. No podemos ignorarlas como algo a improcedente en nombre de una razón que, por su misma autoconfianza, sea refractaria a la realidad más palmaria. Pienso ahora en el personaje de Viggo Mortensen en Captain Fantastic: está tan obsesionado con una educación intelectual para sus hijos que se olvida de que ellos, en tanto que seres sociales, no pueden vivir siempre aislados de otros jóvenes. Pienso también en una izquierda ajena a los sentimientos de sus potenciales votantes, como si solo estuviéramos hechos de condiciones materiales y no fuéramos, por definición, animales simbólicos.