La memoria histórica, como todas las memorias, es selectiva. Así, el Concilio Vaticano II, desde una óptica progresista, aparece como un tiempo de increíbles cambios, un tiempo de esperanza. Pero los textos que emanaron de aquel encuentro no son la expresión de una utopía eclesial, sino el fruto de un acuerdo entre sectores conservadores y progresistas. ¿Cómo afecta esto a la gran cuestión de los laicos, al gran sueño de construir una Iglesia menos clerical? El hecho es que existen más elementos de continuidad de lo que podríamos creer a primera vista. Así, el capítulo III de la Lumen Gentium no trata sobre la constitución democrática de la Iglesia, sino acerca de su constitución jerárquica. Las tareas de gobierno de la comunidad de fieles siguen en manos de los obispos: “El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió”.
Es cierto que se reconoce que los laicos comparten, con los obispos, una misión salvadora, pero es la jerarquía quien detenta el poder. El poder, por ejemplo, de definir lo que constituye la ortodoxia doctrinal y establecer medidas disciplinarias para los infractores.
En la España de Franco, todo esto se traducirá en la crisis de la Acción Católica, en la que la jerarquía destrozó a los movimientos de Acción Católica por su orientación avanzada. El gran problema no es que lo hicieran, sino que tuvieran autoridad para hacerlo. Desde un punto de vista jurídico, eran los obispos, no los militantes, los que poseían la capacidad para decir la última palabra. José Vara Finez, un laico, hizo referencia a la potestad jerárquica en un artículo periodístico de la época: “La Competencia de Metropolitanos tiene competencia, recibida de la Santa Sede, para admitir o rechazar lo que los militantes de la Obra: “resuelvan, definan o decreten”.
La crisis entre obispos y militantes estalló en 1966: la jerarquía desautoriza las conclusiones de las VII Jornadas Nacionales de Acción Católica y prohíbe las reuniones nacionales. A partir de aquí se desarrollará un largo y penoso enfrentamiento, en el que los obispos destituirán a los dirigentes de los movimientos. Intentan así imponer formas organizativas que privan a los laicos de la autonomía necesaria para realizar una tarea evangelizadora eficaz.
Podemos imaginar que los militantes de Acción Católica eran subversivos y revolucionarios, pero, al menos a nivel eclesial, su comportamiento no fue ese. Como buenos chicos, quisieron que sus padres (los obispos) les quisieran y les apoyaran. Mary Salas, dirigente de la rama general del movimiento, se definía como hija de una Iglesia a la que amaba. Para ella y mucha otra gente constituyó un auténtico shock que les reprocharan desobediencia y rebeldía cuando su comportamiento había sido justo el opuesto: “habíamos creído en nuestros obispos y les habíamos amado con confianza filial”.
Esa “confianza filial” iba a verse gravemente defraudada. La jerarquía, en lugar de comprender a los laicos, les dio una paliza. No les trató como hijos, ni siquiera como hijos descarriados, como diría amargamente Mary Salas. De ahí que ellos vivan los acontecimientos como una catástrofe, tal como evidencian las siguientes palabras, fuertemente emocionales, que la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) dirigió a los obispos: “En estos momentos, trágicos para nosotros”.
Todo este antagonismo nos remite al diálogo conflictivo, dentro del catolicismo, entre modernidad y antimodernidad. Existen, de hecho, dos Iglesias. Una se adentra en el mundo y se incorpora a la lucha por los cambios. Otra, pese a las reformas, sigue aspirando a que sea la sociedad la que se adapte al Evangelio. Guerra Campos lo dejaba bien claro cuando manifestaba que los militantes cristianos debían llevar el mensaje de Cristo a sus respectivos ambientes: “Por el laico toda la Iglesia se hace presente en el mundo”. Desde esta perspectiva, los seglares eran simples ayudantes para que los obispos cumplieran bien con sus funciones. El obispo de Cuenca encontraba aceptable considerar que, aunque todas las funciones en la Iglesia eran importantes, las de la Jerarquía tenían especial importancia “porque de ellas depende el buen funcionamiento de la Iglesia en su totalidad”.
La “guerra civil” dentro de la Iglesia obedecía la propia ambigüedad del hecho conciliar. Es un error entender la pugna como un enfrentamiento entre partidarios y detractores del Concilio Vaticano II. Todos, a excepción de una minoría de recalcitrantes, estaban a favor del “aggiornamento”. Pero unos lo consideraban un punto de llegada y otros un punto de partida. Podía, a primera vista, creerse que se había producido una revolución. Pablo VI, por el contrario, subrayó que el Concilio no venía a suprimir las viejas tradiciones y que la Iglesia no había acepado “la frágil y voluble mentalidad de un mundo sin principios”. La innovación, en suma, no consistía en ponerlo todo del revés.
Las reformas podían interpretarse con criterio más estricto o con más flexibilidad. En este contexto, no es de extrañar que se produzca una radicalización en sentido izquierdista. Se trata de un fenómeno comparable, en cierto sentido, a lo que había sucedido en la Francia de 1789 con la presentación de los cuadernos de quejas. Allí, en un principio, nadie buscaba la República. De igual forma, los militantes cristianos, cuando se inicia el Concilio, tampoco son especialmente revolucionarios. Pero la gran cuestión es que dependen de la aprobación de sus respectivos obispos o, al menos, de su tolerancia. Son los prelados los que establecen las líneas rojas.