Desde que conocí en profundidad la literalidad de nuestra Constitución, en segundo curso de mi Licenciatura en Derecho (1988-1989; diez años tenía en ese momento de vigencia nuestro texto político-jurídico fundamental,) no he dejado de tenerla como referente para mis trabajos académicos y de opinión. Nunca consideré papel mojado a nuestra norma fundamental, siempre la entendí como una utopía escrita por la que trabajar, exigiendo su cumplimento, siendo consciente de sus múltiples posibilidades.
Con carácter general, una Constitución sirve para organizar los poderes del Estado, para declarar y garantizar derechos y libertades para el pueblo, para limitar al poder, para establecer obligaciones a la ciudadanía, para garantizar una sociedad democrática, para establecer grandes principios o valores superiores del ordenamiento jurídico, que informarán la gran arquitectura jurídica y sus normas de desarrollo, o para establecer objetivos de un Estado, de una sociedad, o para definir su propio modelo económico. Ya el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789, Revolución francesa) proclamó que “toda sociedad en la que la garantía de los derechos no esté asegurada ni la separación de poderes determinada, no tiene Constitución”.
Es pues la Constitución una norma esencial para cualquier sociedad democrática, sobre todo tras la segunda contienda mundial, superado el horror causado por las diferentes formas del fascismo europeo, momento histórico en que la aspiración universal de la dignidad humana se conecta de manera definitiva a la idea de Estado constitucional, democrático.
Nuestra actual democracia nace y se alimenta de ese acervo histórico y jurídico. España se constituye en 1978 en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, que asume que la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social, y que las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos. Esencial planteamiento que determinará futuras acciones de nuestro Estado, fundamental para orientar políticas públicas con este objetivo universal irrenunciable: el trabajo común por la dignidad.
Las políticas estatales para el desarrollo de servicios públicos que tengan como objetivo lograr al igualdad real y efectiva tienen su fundamento en la Constitución, no son consecuencia de ocurrencias partidarias, son obligación proclamada por el texto constitucional (véase el fundamental artículo noveno en su segundo apartado). La situación generada por la pandemia no ha hecho sino demostrar a un intenso nivel lo importantes que son determinados preceptos de la Constitución de 1978, que están posibilitando acciones legislativas y gubernamentales de apuesta por servicios y prestaciones públicas clave.
Artículos como el 31 (principio de progresividad fiscal), el 41 (obligación para los poderes públicos de establecer un régimen público de prestaciones sociales suficientes en situaciones de necesidad), el 43 (derecho a la protección de la salud), el 128 (subordinación de toda la riqueza del país al interés general) o el 131 (posibilidad de planificar la actividad económica general para atender a las necesidades colectivas), suponen el fundamento constitucional de muchas de las decisiones que se están adoptando para afrontar las consecuencias sociales de la crisis global de esta primera parte del año 2020, o para luchar para la pobreza y desigualdad estructural de España. Una de ellas es el reciente Ingreso Mínimo Vital como prestación, pero necesariamente hemos de profundizar en esa dirección, nuestra Constitución lo ampara.
El trabajo común por el cumplimiento de los objetivos de nuestra Constitución nos hace una sociedad más digna, más decente. Es un patrimonio común que nuestros padres y nuestras madres nos han dejado, y que tenemos obligación de preservar y dejar en herencia a nuestros hijas e hijos, para que puedan tener una vida personal y profesional lo más digna posible. Luchemos por ello, no nos despistemos. Como ciudadanía nos toca exigir su cumplimiento, es nuestro Derecho.
Ángel B. Gómez Puerto es Doctor en Derecho y Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba
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