Lorca escribía: "La mitad de la gente anda perdida". Yo me encuentro entre ellos. Entre los perdidos. Lo pensé justo después de terminarme una cerveza con mi mejor amigo de la infancia. Desde hace unos meses viene a mi piso algunos viernes y jugamos a la consola con la mirada absorta. Tenemos conversaciones de horas. Cada uno en su papel. Yo hablo por los codos. Él me escucha. A veces me corta. Otras asiente o corta la conversación con frases lapidarias. Es divertido. Es barato. Con nuestros sueldos y colores en cuentas bancarias, eso y un trozo de pizza es lujo. Como cuando teníamos apenas 10 años. Pero claro, no tengo 10 años. Tengo 30. No he tenido un trabajo estable más de seis meses en la última década.
Estudié como muchos otros. Como mi amigo. Algunos siguen todavía haciéndolo o incluso, he aquí un problema, se siguen comportando como si tuvieran la misma edad que cuando estudiaban. Pertenezco a una generación que hace no mucho se llamaba a sí misma joven y a la que se le van acabando los discursos. La primera generación de "creadores de contenido" y se le han acabado de los discursos. Todos ellos. Es paradójico. Lo pienso y me descojono. Se lo decía a mi colega, mirándome una cana.
Nuestra generación ya no puede decir nosotros los jóvenes porque ya no es tan joven, se nos nota en la cara. Se nos ha ido notando. En las primeras arrugas, el primer resfriado mal llevado, la primera resaca de tres días. La espalda cruje después de una semana de curro y una mala posición en las camas de grosor servilleta que tenemos en nuestros pisos viejos alquilados. A veces pienso que también ahí se empezó a quebrar definitivamente el ‘nosotros’: nos empezamos a dividir entre a los que les cruje la espalda y a los que no. Los que tenían que currar y los que no. Los que tenían tiempo y los que no.
Las clases sociales no entienden de generaciones, pero de eso, en principio, no nos avisó nadie ni hablábamos mucho de ello. El nosotros, en todo caso, existió. A menudo se nos tachaba de lloricas, contrarios a la cultura del esfuerzo, a favor de trabajar poco, ganar lo justo, pero también lo necesario. Vocacionales. Esa palabra la hemos repetido como papagayos. A pesar de las sucesivas crisis económicas, mi generación, la que nació en los 90, se ha caracterizado o, mejor dicho, nos hemos dejado caracterizar, como una generación pasional, con un impulso vital, a veces impostado, sí, pero real como la vida misma. A pesar de las adversidades, de lo crudo. Del paternalismo. Desde el arte a la ciencia, de la docencia a la comunicación. Todos los ámbitos, todos los campos.
Respecto a esto último, lo de comunicarse, creíamos, puede ser por razón ingenua de juventud, que protagonizábamos una revolución. Positiva, como para cualquier joven, la revolución es siempre, acríticamente, positiva. Y así, acríticamente y positivamente, cabalgábamos el auge de nuevas plataformas que sacaban tipos con pinta de nerd que luego fueron millonarios al otro lado del Atlántico y que, una vez nos han jodido la cabeza, cometido todo tipo de ilegalidades y potenciado un nuevo fascismo, nunca hemos podido denunciar de veras o quejarnos de veras porque estaban, precisamente, al otro lado del Atlántico. O a saber. Algunos ya incluso se quieren ir a Marte con tal de que no los pillen.
El caso es que descargábamos cada aplicación, entrábamos a cada web pensando y llenándolos de sentido con las grandes palabras heredadas: Democracia, Libertad, Transparencia, Verdad. Hemos escrito ríos de tecla tras tecla, hablado interminablemente en terrazas, sofás, mesas, universidades y bares. Pocos en asambleas, pero también. Todas esas palabras, "como lágrimas en la lluvia" hoy día, desfiguradas. Miro atrás y me provoca cierta ternura a veces. Otras, rabia.
Hemos puesto de moda la salud mental. Hay algunos que lo dicen con orgullo, yo lo diría como reproche
De aquello solo queda, por ser generosos, networking o eso, fascismo incipiente. Hablaba con mi colega de chico que en la conversación social, pasado el tiempo, mientras la música se apagaba, se han ido quedando los más pesados, los más cenizos, los más tontos, para qué engañarnos. Había aspiraciones, objetivos. Mundo mejores. Ha habido hasta partidos políticos de por medio. La generación anterior. Unos perlas. Todo eso ya no existe o ya no le importa a nadie. La mitad de la gente anda perdida, ya te digo, y la otra mitad ha renunciado. De aquella ingenua percepción del mundo queda poco. Nos fue despertando la precariedad, la explotación laboral, una vivienda que nadie puede alquilar, unos pisos que nadie puede comprar, barrios que se han convertido en parques de atracciones para turistas, unas subjetividades, en fin, las nuestras que viven como maracas palpitando.
Hemos puesto de moda la salud mental. Hay algunos que lo dicen con orgullo, yo lo diría como reproche. Todo lo que quisimos construir, no ha servido para nada. Bueno, para nada no. Es cierto, por un lado, que la sensibilidad respecto a los grandes temas de nuestro tiempo, o al menos el intento, ha existido. El feminismo, la protección del medioambiente, aspectos más o menos sociales, la nombrada salud mental, la conciliación, la superación del concepto de trabajo como vehículo de la vida. Todo eso es cierto. Pero también hemos convertido la mayoría de esas palabras en palabras vacías, carentes de piel, de tacto.
No sé en qué momento sucedió, pero a alguien le pareció mejor idea poner un tweet que preocuparse de su vecino. Y así estamos, con tweets y sin vecinos. Ya ni siquiera se llaman tweets. Se llaman X. A decir verdad, esa indefinición no puede caracterizarnos más. Le decía a mi colega, mientras iba pasando pantallas del juego de nuestra nostálgica infancia en la consola, que hace tiempo que convivo con un cierto sentimiento de asco respecto a los discursos generacionales. Quizás porque nunca lo pensamos así. Nuestra generación, como generación "joven", ha sido un completo y absoluto fracaso. Puede ser por la sencilla razón de que es un concepto ficticio. O al menos no más verdadero que el muñeco que manejamos en la consola: una figura que parece que se mueve, que nos hace sentirnos acompañados, pero que nunca existió más allá de una pantalla. Y que cada uno maneja como le viene en gana.
Pienso que, por todo ese camino, le decía yo a mi colega mientras me terminaba la última birra, que lo que más me entristece es que alguno pensó en hablar de generación porque pensaba que nunca sería feliz si el del al lado estaba jodido. El tipo, una vez terminó de escucharme, en silencio, me dio otra otra birra y me pasó el mando. Yo lo vi como un asentimiento lapidario de los suyos. "Seguimos en la lucha", le dije. "Y tanto", me contestó.
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