Vivimos en tiempos del más desatado maniqueísmo y la Historia se resiente de ello. Buenos y malos, eso es todo. Basta con que un personaje cualquiera hiciera o dijera algo reprobable para que se le condene en bloque, como si su parte positiva quedara anulada por la infamia. Pero sucede que las personas de carne y hueso son una mezcla de luz y sombra. El historiador tiene que rescatar esa complejidad, no cocinar discursos simplistas para consumo de hooligans. Eso supone contar los hechos completos, no solo lo que confirma nuestros prejuicios. Así, es forzoso reconocer que Danton, el revolucionario, fue un corrupto que se dejaba sobornar con facilidad. Eso no es incompatible con admirar, por otra parte, al líder audaz que ayudó a salvar Francia en unos momentos difíciles, en los que el país se veía cercado por las potencias vecinas. Si una cosa es cierta, la otra también. Van en el mismo pack.
Los ejemplos pueden multiplicarse. ¿Qué decir de Jean-Jacques Rousseau? Aunque abandonó a sus hijos e intentó justificar algo tan terrible, esa no es razón suficiente para tirar a la basura El contrato social. En la actualidad, por desgracia, se confunde lo relevante con lo accesorio. En Twitter, a propósito de unas declaraciones polémicas, un usuario se quejaba de que le hubieran dado el Nobel a Mario Vargas Llosa, como si el galardón premiara sus opiniones políticas y no sus buenas novelas. Este comentario indignado resulta sintomático e inquietante. Miremos atrás y comprobaremos que no existe una correlación entre la sensatez o insensatez de un autor y la calidad de su producción. Si prescindimos de los artistas que nos resultan incorrectos, a derecha o izquierda, a la larga será la cultura de todos nosotros la que se verá empobrecida.
Pensemos en Jaime Gil de Biedma… ¿Por qué fuera un gran poeta vamos a correr un tupido velo sobre sus relaciones sexuales con menores? ¿Su conducta privada poco edificante nos exime de leer su obra? A los escritores hay que valorarlos por lo que escriben, no por su grandeza humana ni por sus mezquindades o canalladas. Y si nos adentramos en la persona, mejor hacerlo con todas las consecuencias. Así, el mismo Pablo Neruda que, como padre, resultó ser un perfecto miserable, fue también el que ayudó a los republicanos españoles en el exilio. Es verdad, no obstante, que podría discutirse si lo hizo con total ecuanimidad o tendió a privilegiar a los comunistas sobre los anarquistas. Las grandes figuras acostumbran a ser así de complicadas: unas veces nos deslumbran, otras nos irritan.
El pasado no es como una película en la que el personaje principal siempre luce inmaculado. Debemos comprender, no caer en moralismos fáciles, sobre todo con gente que vivió dentro de esquemas mentales muy distintos. La realidad, de tan compleja, no cabe en nuestros fáciles esquemas. No estamos preparados para entender que los mismos militares que intentaron matar a Hitler pudieran ser, a la vez, recalcitrantes reaccionarios, seguramente antisemitas, tal vez implicados en crímenes de guerra. En un presente como el nuestro, en el que todo se saca de quicio, ya no extraña que algún exaltado llame asesino, pongamos, al Che Guevara. ¿Por liquidar a gente, cosa que nadie discute, o por ser comunista? ¿Por qué los mismos que abominan del argentino enaltecen a Simón Bolívar? Si empezamos así, ningún héroe tiene las manos limpias. Ricardo Corazón de León se dedicó a masacrar infieles en Tierra Santa, Trajano hizo lo mismo con los pobres dacios en la actual Rumanía. ¿Por qué despreciamos a unos y no a otros? No vale estigmatizar solo al que nos interesa por una cuestión de comodidad política, con una vara de medir distinta para cada caso. ¿Hernán Cortés fue un genocida y Julio César no? Matiz, falta matiz.