Era el año 2019 y el hartazgo recorría las calles y las venas de los cientos de miles de mujeres que participábamos en las movilizaciones masivas del 8M en multitud de localidades del país. Ese 8M supuso el resurgir del movimiento feminista, un renacimiento que comenzó a gestarse entre 2016 y 2017 a raíz de la oposición a la reforma del aborto de Gallardón. Luego vino el movimiento #MeToo y después, la canallesca violación de la Manada que fue la gota que colmó el vaso. Y salimos a la calle y volvimos a casa con un chute de empoderamiento y de sororidad como no recordábamos antes. Yo estuve allí, yo vibré con los cánticos, me emocioné con las consignas, con las miles de jóvenes que venían a aportar savia nueva a unas manifestaciones a las que siempre íbamos las mismas.
Cuatro años después, con las cosas más o menos igual, con feminicidios, brecha de género, techo de cristal y un buen número de machos alfa preguntándose ¿y mi día pá cuándo? y culpándonos a las feministas de arrinconarlos y de estar ocupando unos puestos que, por derecho de entrepierna, les correspondía a ellos, el feminismo volverá a inundar las calles, aunque dividido por segundo año consecutivo.
Y mientras, la prensa de derecha y los machirulos recalcitrantes se frotan las manos: un feminismo dividido es un feminismo debilitado, tocado, casi hundido: “8M, ¿Cisma o pluralidad?”, “El feminismo llega a su gran día enredado en grandes tensiones”, “El feminismo se fractura”, “La división en el Gobierno por el ‘sí es sí’ y la agenda feminista envenenan el 8-M”. Y yo, que soy una pesimista a corto plazo y optimista a largo, no veo la tragedia en esta división. Llamadme ilusa.
Durante siglos, las mujeres tuvimos que luchar contra un patriarcado que imponía su forma de ver el mundo, la supremacía del hombre sobre la mujer basándose en concepciones religiosas, filosóficas o genéticas. Un patriarcado que nos consideraba ciudadanas de segundo orden. Muchas, muchísimas, como las que pueblan el libro Memorial a Ellas —un homenaje a las invisibles, a las que no aparecerán nunca en los libros de texto porque no han hecho nada para ser recordadas, nada más que ser la columna vertebral del mundo, la mitad negada, la mitad sojuzgada…—, no tuvieron más opción que replegarse, asumir su rol de madre, de esposa, de hija y renunciar a sus sueños, a aquello que las hubiera hecho libres, a su potencial... Para redimirlas, no quedaba otra que luchar contra corriente. Teníamos muy claro el enemigo a derribar: la desigualdad entre hombres y mujeres, las leyes que permitían esta diferencia.
Por fortuna, y aunque aún queda muchísimo camino por recorrer, las hijas, las nietas de esas invisibles nos hemos empoderado como mujeres. Sabemos qué queremos, no estamos dispuestas a dar ni un paso atrás. Hemos cambiado. Y con nosotras, nuestra concepción del mundo. Estamos en otro estadio, el feminismo está en otro estadio, uno en el que, derogadas las leyes que nos discriminaban, ahora hay que aprobar otras leyes para construir otra realidad. Y en este punto, es normal que las feministas discutamos, que discrepemos, que nos dividamos… ¿Cuántas veces se ha dividido la izquierda, la derecha, el centro? Y nunca se ha cuestionado su supervivencia, al contrario, se vende como un sano ejercicio de pluralidad, como una muestra de democracia.
Lo ideal sería que las feministas marcháramos juntas el 8M. Eso sería magnífico, pero la realidad es que tenemos diferencias de profundo calado sobre temas muy complejos como la ley trans, la del ‘solo sí es sí’ y la prostitución, por poner algunos ejemplos. Eso no es bueno ni malo, sencillamente es, y demuestra que el feminismo no renuncia a seguir luchando por cambiar el mundo, solo que para unas, éste debe ser de un modo y para otras, de otro. Esa es la grandeza de la democracia ¿no?
En fin, abuela, que para disgusto de los que nos quieren a las mujeres atadas a la pata de la cama, el feminismo no está enfermo, tocado ni hundido. Está vivo y en ebullición. Y se construye desde la discrepancia. A ver si ni ese derecho nos van a conceder a las feministas...
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