Desde tiempos inmemoriales, las mujeres hemos tenido que pagar un alto precio para hacernos oír. La palabra es peligrosa, por eso, no convenía que la tuviéramos. A nosotras nos asignaron los silencios. Y no está mal el silencio, al contrario, es muy necesario para no desconectarnos de nosotras mismas, pero una cosa es disfrutar de un poco de silencio y otra, muy distinta, vivir silenciadas. Recurriendo al refranero español: ‘Lo poco agrada, pero lo mucho cansa’.
Viene de antiguo el que nos negaran la palabra. Lo hizo Telémaco con su madre Penélope. Lo hicieron Ovidio, Aristófanes, Juan Luis Vives, Fray Luis de León, Quevedo, Gracián y tantos y tantos que no concebían más que la mudez para la mujer, eso de que ‘donde haya barbas, callen faldas’. Tú bien lo sabes, ¿verdad, abuela?
Y a fuerza de callarnos, consiguieron que nosotras mismas nos auto silenciáramos. ¿No os ha ocurrido que si en una clase o reunión hay hombres estos intervienen primero mientras que las mujeres tenemos que esforzarnos por meter baza? Cuenta Mary Beards en su libro Mujeres y poder que “cuando los oyentes escuchan una voz femenina no perciben connotación de autoridad o, más bien, no han aprendido a oír autoridad en ella, llegando a trivializar sus palabras o a atacarlas directamente. No es que uno esté en desacuerdo con ella, es que es tonta”. Y yo añado: o es una histérica o una mandona ambiciosa. Me ocurrió hace un par de años cuando fui a un instituto a presentar mi libro ‘Memorial a Ellas’. Las profesoras pidieron al alumnado que escribieran un relato de una mujer que hubiera sido importante en sus vidas. Todas las alumnas trajeron la tarea hecha, mientras que menos de la mitad de los chavales lo hicieron. Sin embargo, a la hora de leer sus trabajos, ellas solían negarse y eran ellos quienes se ofrecían a ponerles voz. ¡Ay la autocensura!
Dice Isabel Carrero, directora del máster de género de la Universidad de Oviedo que en la práctica, la palabra de la mujer todavía vale la mitad que la de un hombre. Y no es que no hayamos avanzado (las mujeres que afirman que las feministas no las representan deberían reconocer que si hoy pueden expresar esa opinión, es gracias a la labor de las feministas a las que ahora atacan), sino que sigue costando Dios y ayuda llegar a determinados espacios de poder y, sobre todo, permanecer en ellos siendo fiel a nosotras mismas. Y cuesta tanto que, lamentablemente, muchas mujeres acaban adoptando un modo ‘andrógino’ de ejercer el poder: cambiando el tono de voz —Margaret Thatcher educó su voz demasiado aguda para dotarla de un tono grave más autoritario—, utilizando un lenguaje masculino, tratando temas que no sean muy cuestionados por los hombres, liderando a la forma en la que ellos lideran...
¿Cómo hacer para que nos oigan? Solo se me ocurre una manera: hablando en los espacios públicos y privados sin miedo a nuestro tono de voz, a que lo que expresemos no sea del agrado de nuestros compañeros o a que nos califiquen de tontas, cretinas o ignorantes. La palabra construye el relato. Y el relato de la humanidad se ha construido ignorando a la mitad de esta: las mujeres. De ahí que tengamos que seguir recomponiendo ese relato y para ello, necesitamos de la palabra en boca de las mujeres. Este 8M y el resto de los 364 días del año, tomemos la palabra, queridas mías. ¡Desquitémonos de tantos siglos de silencios!
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