Ayer se nos fue Pablo Milanés y presiento que, con él, una parte de la vida de muchas de las personas que leerán este artículo. Los modernos de entonces, los que creíamos que la revolución era posible y teníamos un póster del Ché en nuestra habitación. Los que quisimos cambiar el mundo y, al final, fue el mundo el que nos cambió a nosotros, espero que no tanto como a Sabina que ya no es tan de izquierdas porque, según él, tiene ojos y oídos. Cómo si hubiera que ser sordo y ciego para creer en la justicia social. Esa que, con sus contradicciones, sus traiciones y sus flaquezas, sigue siendo bandera de la izquierda. Una bandera que, cuando toca gobernar, suele acabar hecha jirones víctima de la triste realidad: poderoso caballero es don dinero y a este señor no le gustan las reformas ni la justicia social, sobre todo si limitan sus beneficios.
Siento pena por la muerte de este trovador que puso letra a nuestras ansias de juventud, de qué callada manera se nos adentró usted sonriendo, querido Pablo, pero, sobre todo, por el sueño que se nos esfumó, por ese tiempo en el que creímos que todo era posible, que la fuerza y la fe de esa generación rebelde que apuntó a la luna y se dio con la piedra en el ojo siempre nos acompañarían.
Ayer, yo volví a pisar las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentada y, actualmente, llenas de pintadas, vestigios del estallido social que se produjo en Chile en el 2019 para exigir un cambio en el modelo económico ultraliberal que existe en el país desde hace más de 30 años y que ha provocado una gran desigualdad. Un cambio que cuando estuvo al alcance de la mano, léase a través de una nueva Constitución —insuficiente para unos, excesiva para otros e imperfecta para casi todos—, fue rechazado. Tal vez ese es el sino de la humanidad: perseguir un sueño y hacerlo trizas cuando estamos a punto de conseguirlo.
Pero como no se puede vivir sin sueños, y por aquello de ser fiel a mi carácter alegre y confiadamente pesimista, hoy no voy a pedir que nadie me baje una estrella azul ni me voy a preguntar cuánto gané, cuánto perdí, cuánto de niña pedí, cuánto de grande logré o qué es lo que me ha hecho feliz y qué cosa me ha de doler. No. En su lugar, y en honor al cantor que acompañó mis días y arrulló mis noches de juventud, pediré a la vida conservar la rebeldía, ya casi de yayaflauta, para seguir llenando de esperanza el breve espacio en el que Pablo, y tantos como él que marcaron mi existencia, ya no están ¡Larga vida a la utopía que nunca alcanzaremos! ¡Larga vida a los que, como Pablo Milanés, jamás morirán porque viven en nosotros! ¡Larga vida a la esperanzada desesperanza!