Simone Biles es una mujer muy valiente. Confesar públicamente que abandona las Olimpiadas «porque debe concentrarse en su salud mental y su objetivo es salir de allí por sus pies, no en camilla», no le debe haber resultado fácil a la tetracampeona olímpica. Ser consciente de que se halla al límite de lo saludable, y ponerle freno sabiendo que la sociedad no lo va a entender, demuestra una madurez personal digna de elogio.
Admitir que padecemos estrés, depresión o cualquier otro trastorno psicológico es exponernos a la degradación social. En esta sociedad donde el valor se mide por los resultados, y no por el esfuerzo realizado, admitir que no se puede con la presión ni con las expectativas es sinónimo de debilidad. Y con esta dinámica, cada vez más gente está en el punto de no retorno en lo que a salud mental se refiere. Y la pandemia ha venido a darnos la puntilla, especialmente a las mujeres: si ya de por sí la conciliación de la vida laboral y familiar era complicada, la Covid19 la complicó hasta límites inimaginables. Según el Informe Mujeres en el lugar de trabajo de la Consultora Mckinsey, una de cada cuatro mujeres se planteó dar un parón a su carrera o, simplemente, abandonarla, ante la incapacidad de llevarlo todo para adelante. ¿Síntoma de debilidad? ¡En absoluto! Síntoma de que se nos está exigiendo más de lo que podemos dar, como personas y como sociedad.
Cada vez me encuentro con más gente que en la intimidad, como Aznar hablaba catalán, confiesa haber sufrido en algún momento de su vida un episodio de estrés, ansiedad, depresión o fobia. Y lo peor es que lo han sufrido en silencio, como las almorranas. De un lado por miedo a la incomprensión social y de otro, porque no tenían medios para acudir a un profesional dado que el sistema público de salud tiene un altísimo déficit de estos profesionales: mientras que en la UE hay 18 psicólogos por cada 100.000 habitantes, en España tenemos apenas 6. La tormenta perfecta…
La salud mental empieza a ser un grave problema social. Los expertos advierten de que la sociedad actual puede llevar al límite la salud mental de los más jóvenes sometidos a altísimos niveles de estrés por la competitividad, la permanente conexión a redes sociales que impone cánones de belleza, de éxito, de felicidad, de consecución de logros… Con este panorama, la frustración está servida para esos jóvenes a los que la presión social obliga a estar permanentemente alegres y para los que el sentirse feliz se ha convertido en un objetivo en sí mismo como afirman investigadores de la Universidad de Melbourne. Vivimos sometidos a la dictadura de los likes.
¡Ay, abuela!, aún recuerdo lo que me dijiste el día que volví con un ataque de ansiedad porque me había quedado en blanco en un examen de matemáticas: «¿Tú lo has intentado? ¿Te has esforzado al límite de tus posibilidades? Pues eso es lo que cuenta. No siempre se puede ser la mejor, pero siempre debes procurar hacerlo bien». Lo triste es que hoy día parece no ser suficiente con hacerlo bien, hay que ser el número uno para ser alguien, aunque ello nos cueste la salud. Ya no nos dejan ni ser perdedores felices. ¡Hay que joderse!