Seguimos a vueltas con la pandemia, abuela. Con buenas cifras de vacunación (casi un 57% de personas vacunadas al menos con una dosis y en torno al 40% con las dos), pero con malas cifras de contagios que están subiendo alarmantemente en especial entre la población joven.
No conozco a muchas personas que no hayan puesto el grito en el cielo ante los brotes que se han producido en los viajes de fin de curso. Es comprensible, pero no debemos quedarnos ahí. Es fácil echar la culpa a los adolescentes —no olvidemos lo que significa el término adolecer: tener o padecer algún defecto, que en este caso no es otro que el de ser irreflexivos—, lo difícil es volver la vista hacia nosotros mismos como sociedad y asumir nuestra parte de responsabilidad en la idea, cada vez más extendida, de que tienen derecho a todo y en la poca sensatez y autoridad de unos padres que han sido incapaces de decirles que no era prudente irse de viaje de fin de curso sin estar vacunados aún.
Todo ello me lleva a reflexionar acerca del bajísimo nivel de frustración que somos capaces de soportar hoy día, especialmente los jóvenes, pero no solo, y la incapacidad de transitar por el dolor, el malestar y los reveses que estamos demostrando como sociedad.
Algunos de los padres de los adolescentes afectados argumentaban que sus hijos habían trabajado duro durante el curso y no se merecían ese trato, que tenían derecho a disfrutar y nadie los podía retener en contra de su voluntad. Si reaccionan así por un levísimo contratiempo, ¿cómo lo habrían hecho si les hubiera tocado ver marchar a sus hijos al frente en alguna de las muchas guerras que las generaciones anteriores sufrieron? ¡Qué manera de equivocar prioridades!
Toda generación tiene sus reveses, sus catástrofes y sus tragedias, solo hay que darse un paseo por la historia para comprobarlo. El problema no es que estemos atravesando una de ellas, por cierto bastante light en comparación con la de siglos anteriores, sino que esta sociedad padece de ‘algofobia’, de miedo al sufrimiento y así busca vivir en una anestesia permanente ante la incapacidad de enfrentarse al dolor. Byung-Chul Han habla en su libro ‘La sociedad paliativa’ de una sociedad en la que el sufrimiento no tiene cabida y en la que la nueva fórmula de dominación es “sé feliz”. Y así, este imperativo “genera una presión que es más devastadora que la de ser obediente. El dispositivo de la felicidad aísla a los hombres y conduce a la despolitización de la sociedad y a una pérdida de la solidaridad”.
Nuestros hijos e hijas tienen derecho a ser felices, lo que quiera que sea eso, pero en lugar de enseñarles a buscarla preparándolos para asumir las contrariedades de la vida, para afrontar la angustia que el propio vivir genera, para entender que la vida también es dolor, pérdida y frustración, los anestesiamos contra la realidad y los mandamos de viaje de fin de curso en medio de una pandemia porque “tienen derecho”. Pero no nos engañemos, esto es solo el síntoma. La patología se llama sociedad ultraliberal y en ella, el placer es la prioridad y el consumo de cosas, de experiencias, de personas, el objetivo último. ¿No voy a tener yo derecho si todos los eslóganes publicitarios me dicen que así es?
En fin, abuela, menos mal que esta forma de estar en el mundo me ha cogido ya mayorcita y en retirada…
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