El pasado fin de semana asistí en el teatro Cardenio de Ayamonte al magnífico espectáculo músico teatral de Jesús Bienvenido, El Rámper, en el que su autor denuncia la represión a la que el franquismo sometió a los componentes de muchas murgas gaditanas tras el golpe del 36. El Rámper es la memoria hecha música, la música hecha denuncia y la denuncia convertida en arte.
Su protagonista, Martín Martín León —¡cómo suena en el teatro la voz de Bienvenido repitiendo su nombre y el apodo de Rámper, grabado en su pito de hojalata— es un payaso de grandes zapatos y chistera agujereada, autor de carnaval cuyo padre le enseñó que "si no duele, si no araña no es carnaval…" —hijo de obreros, libre, digno, ardiente defensor de la República, creyente en la humanidad, a pesar de todo—. Y a través de su historia conocemos la historia de tantos inocentes que fueron asesinados por defender un gobierno legítimamente elegido en las urnas, por sentir la bandera tricolor, por ser clase obrera, por cantar a la libertad: "¿Qué les dirás a tus hijos cuando vuelvas a casa? —interpela Rámper a su verdugo—. ¿Que tu peor enemigo es un payaso que canta?".
Les confieso que a partir de la mitad de la función no pude dejar de llorar. Lloraba por los miles de hombres y mujeres a los que la dictadura de Franco asesinó, encarceló, depuró de sus puestos de trabajo, obligó a exiliarse… Lloraba por la oportunidad perdida que tuvo este país de salir del atraso secular en el que la nobleza, el clero y el ejército nos mantuvo durante siglos. Lloraba por las libertades y los derechos que la clase trabajadora obtuvo durante la Segunda República y que Franco y sus secuaces cercenaron junto con las vidas y las esperanzas de los que las defendieron. Lloraba por el terror que el franquismo inoculó en la sociedad, un miedo que "convence a la gente de que no es posible hacer nada contra la dictadura lo que justifica que muchísimos se laven las manos y renuncien a la acción", el miedo que tenías tú, abuela, como tantas abuelas de la época, cuando ya en democracia tus hijos hablaban de política y tú les rogabas que bajasen la voz, que ya habías tenido bastante con la cárcel del marido y que no soportarías que a ellos les pasase igual. Lloraba por el olvido al que cuarenta años de dictadura y cuarenta de democracia amnésica nos han arrastrado y que lleva a que los jóvenes resoplen cuando se habla de memoria democrática y a que los viejos se hayan muerto sin haber recuperado los restos de sus antepasados porque la Ley de Memoria Democrática sí alcanza para sacar a los golpistas de sus tumbas (muy bien hecho, no me entiendan mal), pero no llega para exhumar a tantos miles de inocentes que aún permanecen olvidados bajo la tierra de nuestra doliente geografía. Lloraba por tantas trapecistas (metáfora a la que recurre Bienvenido para describir a su compañera, la que le daba el necesario equilibrio en la vida, de la que se despide en la cárcel a través de una carta maravillosamente cantada al compás de los golpes que su querido maestro Liberto da en una máquina de escribir), mujeres que se quedaron solas cuando les mataron al marido, al padre, al hermano y tuvieron que salir adelante solas, muy solas, estigmatizadas, en la más absoluta pobreza, echando medios días de lavado en las casas de los falangistas cómplices de su desgracia, entregando a sus hijos al Auxilio Social, siquiera para que comieran una vez al día. Lloraba porque recordé la angustia que me provocaban los testimonios de los vencidos a los que entrevisté para mi tesis doctoral, que luego dio lugar al libro El verano que trajo un largo invierno, y los sentí como míos. Lloraba porque las heridas de un país son también propias. Y duelen.
Pero también lloré por ver el teatro lleno a reventar, por las continuas interrupciones del público para aplaudir, porque a mi alrededor mucha gente se sorbía los mocos disimuladamente, como yo, y porque un tipo como Jesús Bienvenido, que tanto me ha hecho reír en la calle durante muchos febreros, haya tenido el valor de poner luz a esa oscuridad histórica en la que aún vivimos y de reclamar justicia para tantos inocentes como el Rámper cuyo único delito fue creer en un mundo mejor para la clase trabajadora.
"Perdono, pero no olvido", afirma Rámper al final del espectáculo. No olvidar es uno de los principales deberes de una ciudadanía responsable. Si no es por justicia, por puro egoísmo: la extrema derecha, herederos de esa que nos sumió en la oscuridad durante 40 años, anhela devolvernos a ese tiempo. Y os aseguro que no fue un tiempo, precisamente, feliz para la clase trabajadora.