Esta semana estuvo fea. Muy fea. El jueves, apareció el cuerpo de Olivia, una de las niñas raptadas por su padre en Tenerife. Tenía la esperanza de que el tipo se hubiera largado a algún lugar remoto y que, tarde o temprano, lo atraparían. Lamentablemente, no fue así. El día anterior, la Guardia Civil recuperaba el cuerpo de Rocío Caíz, asesinada con solo 17 años por su ex novio, con quien tenía un bebé de cuatro meses. Su asesino la descuartizó y, después, se fue a dormir. Ese mismo día, una ovación de cinco minutos a Plácido Domingo estremeció el Auditorio Nacional de Madrid, y la conciencia de quienes reprobamos su conducta por muy divo del Bel Canto que sea. Una ovación que, en palabras de Pilar Rius, presidenta de la Asociación de Mujeres en la Música, es “una bofetada pública a las mujeres que lo denunciaron". Y para rematar la semana, el viernes, Juana Rivas ingresó voluntariamente en la cárcel para cumplir condena por la sustracción de sus hijos.
Esto es un no parar, abuela. Ya son 41 niños asesinados desde 2013 y 1.096 mujeres desde el 2003 (luego están las que arrastran secuelas de palizas anteriores y mueren a causa de ellas, las que se suicidan, aquellas cuyas vidas se acorta por culpa del sufrimiento). Y mientras esto sigue ocurriendo, una corriente de negacionismo de la violencia de género avanza por el país tratando de negar el carácter estructural de una violencia que ni una Ley Orgánica, ni sucesivas campañas, ni acciones contra el maltrato consiguen erradicar.
Porque no es lo mismo no ser machista que ser antimachista. No hacer nada, permitir que determinadas conductas continúen, no censurar a quienes las protagonizan, no condenar a los maltratadores y a los acosadores, antes al contrario, ovacionarlos, es permitir que la violencia de género siga teniendo el sustrato necesario para sobrevivir. Y a estas alturas, ya no podemos argumentar ignorancia, costumbre o educación. El que es machista hoy día lo es a sabiendas de la injusticia que supone y del dolor que causa.
Hace más de veinte años una amiga argentina, psicóloga, como no podía ser de otro modo por su nacionalidad, me dijo que en la lucha contra la violencia de género era prioritario invertir tiempo y dinero en reeducar a los hombres. Los talleres, las charlas, las acciones dirigidas a empoderar a las mujeres son imprescindibles, pero quienes tienen que cambiar el chip son ellos y eso no se hace espontáneamente ni, muchas veces, voluntariamente. A nosotras nos enseñan a reaccionar: a protegernos para que no nos violen, a empoderarnos para que no nos ninguneen, a organizar nuestro tiempo para conciliar la vida laboral y familiar, a hablar en público para que no nos ignoren… ¿Y no habría que enseñarles a ellos a no violarnos, a no ningunearnos, a compartir la carga familiar, que es común, a considerarnos iguales, a respetarnos?
Es imprescindible deconstruir colectivamente la percepción de que el feminismo es una amenaza para los hombres —es una amenaza para los machistas, que es bien distinto—. Y urge hacerlo porque avanza una corriente reaccionaria dispuesta a llevarse por delante lo conseguido en cuestiones de igualdad, una corriente que pretende hacer con la violencia machista un totus revolutum con el resto de violencias para enmascararla y que todo siga igual sin que lo parezca. Y no podemos permitirlo. La memoria de Olivia, de Anna, de Rocío y de tantas víctimas de la violencia machista no lo merece.