Unai Sordo ha escrito una de las mejores felicitaciones a las campeonas del mundo de fútbol que he leído: “Hay victorias deportivas que son más que victorias deportivas. En homenaje a todas las ‘chicazos’ con quienes fuimos tan cabrones hace 40 años. Que la igualdad entierre para siempre la heroicidad".
Chicazos, marimachos, machotas, raras, al fin, es como se llamaban hace unas pocas décadas las mujeres a la que les gustaba el fútbol. Mujeres que no encajaban en el canon femenino y para las que el fútbol era un coto cerrado que exudaba machismo y testosterona; hoy sigue rezumándolo, pero, al menos, se ha abierto un ‘cotito’ en el que las mujeres pueden entrar, aunque con notorias diferencias tanto salariales —las jugadoras de la selección cobran un salario mínimo de 16.000 euros mientras que el mínimo de la Primera masculina es de 186.000— como de reconocimiento social: el día antes de la final los periódicos deportivos Marca y As dedicaron sus portadas al míster, ¿para qué dedicársela a las jugadoras?
La cosa ha cambiado (y si no, vean a las jabatas que ayer consumaron la proeza de ganar a Inglaterra y coronarse campeonas del mundo), pero muy lentamente. ¿Recuerdan la película Quiero ser como Beckham? Este film, estrenado hace apenas 20 años, cuenta la historia de Jess, hija de una familia india emigrada a Inglaterra, una apasionada del fútbol y gran admiradora de Bekham. Su sueño de jugar en un equipo profesional choca frontalmente con los deseos de su familia de que estudie derecho, aprenda a cocinar y busque un buen marido que, de paso, disipe sus dudas sobre la homosexualidad de la chica.
Pero no tenemos que irnos a Inglaterra ni al cine para encontrar testimonios reales del rechazo social que, hasta hace bien poco, provocaba que las niñas jugaran al fútbol. La exfutbolista azulgrana Esther Torrecilla contaba que su madre no le permitía bajar a la plaza a jugar al fútbol con los chicos y para burlar la prohibición, jugaba de portera porque «era el único lugar del campo que su madre no podía ver desde el balcón». Tras mucho sacrificio y una gran tenacidad, Esther levantó la primera Copa de la Reina del FCB Femenino en 1994. Su triunfo no tiene nada que ver con los de sus pares masculinos, absolutamente nada, porque a ella levantar esa copa le costó el doble.
Las mujeres lo han tenido siempre muy difícil para jugar al fútbol —bueno, lo hemos tenido difícil para casi todo lo que no fuera encajar en los roles de género que el patriarcado nos asignó—. Hasta los 13 o 14 años pueden integrarse en equipos masculinos, pero después deben pasar a otros femeninos y ahí está el problema porque hay muy pocos ya que, aún hoy, cuando se eligen actividades extraescolares para los niños se piensa en el fútbol o el kárate y para las niñas, en ballet o gimnasia rítmica. De este modo, los mayores imponen a los niños y niñas sus estereotipos y patrones socioculturales de conducta aprendidos en función del sexo.
De ahí que la victoria de la selección femenina sea mucho más que una victoria deportiva. Es la victoria del tesón, del convencimiento de que se pueden derribar prejuicios y de la lucha para derribarlos, no siempre comprendida ni por las propias familias, y es la victoria del ejemplo: hoy las niñas tienen veintitrés nuevos referentes a los que querer parecerse y eso es un gran triunfo. España no lo celebrará con la algarabía que celebró las victorias de la selección de fútbol masculina, pero no importa, las mujeres somos corredoras de fondo, todo se andará…
El gol de la selección española es mucho más que el que le ha dado a España la victoria del Mundial, es un gol en la puerta del machismo y un aviso a esos marichulos que nos quieren devolver a casa y con la pata quebrada, muchos de los cuales se sientan hoy en el Congreso y el Senado recién constituidos: no volveremos a escondernos en el ángulo ciego del balcón para jugar al fútbol. Ni para nada.
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