El ex ministro Mayor Oreja, que tuvo su época de esplendor político dentro del PP en el tránsito del siglo XX al XXI, renunció finalmente al ejercicio de la política, supongo que defraudado con la realidad circundante, a pesar de que nunca demostró creer en el milagro de la desaparición de una banda terrorista, la ETA, que milagrosamente o no terminó desapareciendo. En esta última década se ha dedicado a dar charlas espirituales donde se lo permiten y, ahora que los milagros demuestran continuamente seguir existiendo como bien lo sabe Trump, se lo han permitido en nuestra Cámara Alta, dedicada teóricamente a la función legislativa pero que también cae de vez en cuando en la tentación de abrirle las puertas a gente que solo sueña con convertir sus propias leyes en las de todos. Un ejemplo ha sido la cumbre antiabortista celebrada este lunes en el Senado. En ese contexto ha sido donde Mayor Oreja ha soltado su perla: “Entre los científicos, están ganando aquellos que defienden la verdad de la creación frente al relato de la evolución”. Lo hemos oído todos y algunos hemos necesitado volver a oírlo. Supongo que también en su partido lo han oído repetidamente y han preferido correr un tupido velo de esos que se estilaban dentro de la Iglesia antes del Vaticano II. O sea, que la teoría de la evolución de Darwin, que navegó más de medio mundo para observar el comportamiento de la naturaleza, no fue más que una novela decimonónica más y el mito de la creación que cuenta el libro del Génesis es una verdad revelada.
“Estamos ganando”, llegó a decir también. Y, sincera y desgraciadamente, creo que tiene razón. Le está ganando, en efecto, la charlatanería al rigor del conocimiento. Lo demuestra el propio Mayor Oreja afirmando lo que afirma y donde lo afirma porque lo dejan. Lo demuestran los jóvenes de Vox echando de menos, sin poder porque directamente no tienen edad para ello, la maravillosa época del franquismo. Lo demuestran a diario las redes sociales usurpando la portavocía de cualquier disciplina a quienes podrían ilustrarnos sobre ella. Lo demuestran a diario los propios sistemas educativos, incluso en Occidente, que desconfían del amor al dato, del ejercicio de la memoria y del esfuerzo por el razonamiento para darle pábulo al presunto sentido crítico sobre el vacío.
Es muy peligroso que se acentúe esa trola de que todas las opiniones sean respetables y de que, además, pueden ser defendidas en cualquier foro, sea el que sea. Hay que luchar contra los disparates, por responsabilidad. No todas las opiniones son respetables, y desde luego igual de respetables, porque hay opiniones razonadas o sustentadas en la razón y opiniones que son, sencillamente, tonterías o incluso delitos. Y esto hay que decirlo alto y claro. Todas las personas son respetables (dignas de respeto), aunque digan tonterías o aunque sean delincuentes. Pero, evidentemente, no todas las opiniones tienen que serlo. Suelo poner un ejemplo: mi opinión sobre las aplicaciones de la física cuántica no puede ser igual de respetable que la de un físico, entre otras razones porque yo no tengo ni idea. Pues eso.
Digo todo esto porque me parece deleznable que se use el Senado como altavoz de mentiras descaradas e involuciones que poco tienen que ver con el esfuerzo histórico de la ciencia de la que nos enorgullecemos como seres humanos. ¡Con la de problemas, retos y necesidades que tiene la sociedad española se mire por donde se mire! Hay cerca de 10.000 niños valencianos sin cole todavía, por ejemplo, y por no seguir oteando el horizonte hacia Oriente Medio –qué vergüenza internacional-, y nos tenemos que tragar que un señor que fue ministro nos dé el sermón de su montaña con el altavoz que le pagamos entre todos.
Hasta la propia Iglesia, de la que yo mismo me siento parte sin necesidad de ser más papista que el papa, reconoció en su momento, tan tardíamente, que tal vez el mundo no fue creado literalmente en seis días, sino que el valor del mito –sagrado si lo prefieren, pero mito al fin y al cabo- radica en el valor que se le concede a todo ser humano creado a imagen y semejanza divina, porque es tanta la importancia que se le concede al ser humano dentro de la Iglesia, que se le considera desde el propio mito judeocristiano el verdadero vértice de toda la creación visible. Eso debería bastar para su correcta hermenéutica, unida a continuación con ese único mensaje que nos lega Cristo, que consiste sencillamente en que nos amemos los unos a los otros como Él nos amó. Qué maravilla de síntesis, de poesía, de sentencia firme. Tanta Biblia, tanto dogma, tanto jerarca para eso. Que amemos a los demás como a nosotros mismos, llega a decir la doctrina más esencialista de la Iglesia, que ve en ese deseo la idealización platónica de la Verdad, la Belleza y la Bondad. Que amemos incluso a nuestros enemigos, se atreve valientemente a encomendarnos Jesús de Nazaret, ajeno seguramente entonces a que precisamente su mensaje principal iba a difuminarse entre tantos charlatanes que, sobre todo, se quieren a sí mismos tanto que no piensan bajarse del burro aunque la Iglesia entera se haya bajado hace tanto por lo de siempre, por amor. Hace mucho que también supimos que el Paraíso nunca fue exactamente el Edén, allá lejos, sino en nuestra infancia, ya irrecuperable para siempre.
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