La culpa fue de los poetas

Un poeta tiene que aspirar a ser Dickinson, Borges o Eliot, y por eso se le juzga severamente la falta de imágenes, los acentos mal puestos, la falta de concisión y el exceso de prosaísmo

Filólogo, autor de varios libros de poesía

La Oreja de Van Gogh.

La literatura tiene más tonterías que un mueble bar. O no la literatura en sí, que la pobre no tiene culpa de nada. Es una mandá, digamos, la pobre. Los culpables, en realidad, son los escritores. Ellos son los que van sentando cátedra, los que se dedican a vestirla de no sé qué ropajes que al común de los mortales le produce entre risa, asco y pena. Por un lado, tenemos esos consejos que dio Rilke en sus Cartas a un joven poeta, dándole la murga al pobre muchacho –Franz Xaver Kappus– con un sermón terrible sobre quién debe y quién no debe escribir. “Franz, yo hago las cosas bien, ¿sabes? Hazlas tú igual y si no, pues chico, no serás uno de los elegidos, ¿qué quiéj que te diga?”. Y son muchos los escritores que han seguido la estela de Rainer María prescribiendo quién debe dedicarse al nobilísimo arte de la palabra escrita y quién no.

Estas cosas solo pasan en la literatura. Ni en cine, ni en música, ni en pintura te verás a ningún cantamañanas diciéndote: “Oh, no puedes ser director de cine porque…”. Es más, en cine se dicen cosas como que la inspiración viene cuando se ha recibido el anticipo del productor y uno no está dispuesto a devolverlo. Es decir: el encargo, la autoridad como forma de activar la imaginación del artista. ¿Quién habrá dicho esto? ¿Tal vez un director mediocre que no ha sabido ni remotamente rozar la esencia misma del Arte? Pues esto lo decía Fellini. En cambio, en poesía, por poner un ejemplo, recuerdo que una vez Guillermo Carnero dijo que escribir por encargo lo consideraba ilegítimo. Es decir: para Guillermo Carnero la obra de Velázquez es ilegítima, y la de la mayoría de los pintores y artistas del pasado. Carnero piensa que la cultura occidental es ilegítima. 

Y es que el colmo de la pijotería, por supuesto, está en la poesía –no podía ser menos–. En este nada humilde género literario, hay ciertos iluminados que tienen –creen tener– la capacidad de detectar, gracias a sus rayos x líricos, si hay poesía o no en un poema. El mundo de la poesía es un juicio permanente. Y siempre hay muchos culpables. No quiero repetirlo más, pero… ¿Os imagináis esto en otras disciplinas artísticas? Alguna vez se ha hablado del “Cine”, ese que consigue ser verdadero arte, o sea, Arte; frente al “cine”, el que no. Pero es una discusión de cuatro pedantes que no tiene el más mínimo interés para nadie. 

Por otro lado, siempre que sale un libro nuevo que no sigue a pies juntillas los cánones clásicos, se oyen comentarios como: “¡Este endecasílabo tiene acento en séptima! Vade retro”,  “Esto no tiene música, eh. A la basura”, “¡Mira, mira, si lo pones en prosa es que ni se nota!”, “¡Oye, ni una triste imagen tiene esto, eh!”. Y entonces, se llega a la funesta conclusión: “Esto no es un poema”. Efectivamente: en poesía la gente discute si algo es un poema o no lo es. ¿Os imagináis a un director de cine diciendo que una película, aunque sea de Santiago Segura, no es una película o a alguien diciendo que lo que canta Lola Índigo en sus directos ante masas enfervorecidas no son canciones? Claro que no. Sería ridículo.

Y sé bien de lo que hablo, lector, porque yo he caído en todo eso. Yo he dicho que tal o cual cosa no es un poema, que mejor ponerlo en prosa poética, que dónde me vas con esas asonancias y demás juicios propios de un censor franquista. Entono el mea culpa, canto la palinodia frente a todos ustedes. Pero me he redimido, ya no soy el que era: ya no soy esa que tú te imaginas. Uno de los libros que me han curado este complejo de inquisidor es Después del pop, de Elisa Fernández Guzmán. No es un libro que destaque por su melodía eufónica, su dominio de los metros clásicos o unas logradas metáforas. Ni falta que le hace.

No es ni posee nada de eso; pero es un libro emocionante y tierno en el que no he encontrado un solo poema que no me haya hecho terminarlo con una sonrisa en la boca. Es, eso sí, un poemario que no aspira a la excelencia. Y esto parece pecado mortal en la literatura y, sobre todo, en la poesía. Un poeta tiene que aspirar a ser Dickinson, Borges o Eliot, y por eso se le juzga severamente la falta de imágenes, los acentos mal puestos, la falta de concisión y el exceso de prosaísmo. Y yo me pregunto: ¿por qué hay que aspirar a la excelencia? De nuevo, en otras artes lo tenemos clarísimo. Cuando escuchamos El viaje de Copperpot de La Oreja de Van Gogh no estamos pendientes de lo que falta, no echamos de menos la exquisitez de un Vivaldi o un Mozart. Simplemente, nos dejamos llevar y nos dedicamos a escuchar un disco que va a formar parte de la banda sonora de nuestra vida, donde vamos a poder conectar con quienes fuimos, donde vamos a poder, aunque sea una ilusión fugaz, volver a amar de la manera que amábamos. No es poco que el arte consiga esto. Y Después del pop lo hace. Vamos a relajarnos ya con la poesía, ¿no? Lo mismo, además, si paramos el carro un poquito, –lo mismo, eh– alguien se acerca y le da por leer.

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