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La luz de su presencia

A su otro mundo se nos ha marchado don Félix Hernández Delso (Espejo de Tera, Soria, 1935), decisivo en el proceso democratizador de la Organización Nacional de Ciegos Españoles (ONCE)

01 de diciembre de 2024 a las 09:16h
Félix Hernández Delso, con su familia.
Félix Hernández Delso, con su familia.

El sacerdote dominico y reconocido pintor Félix Hernández comienza la misa en memoria de su ilustre padre, Félix Hernández Delso, con una bienvenida inusual que me llenó de estímulo. Dijo: entre los que estáis aquí hay creyentes, pero también puede que no creyentes y otras personas que no lo tengan muy claro. Sed todos bienvenidos a la casa del Señor.

Por fin, alguien representativo de mi Paraíso Perdido nos daba la bienvenida a los ateos. El Papa Francisco llegó a decir en una ocasión que prefería ateos sinceros a creyentes hipócritas o algo similar. Que yo recuerde, algunas ideas similares recogen los Evangelios que leí en su momento, cuando aún no había perdido el Paraíso a causa de mi autoconsciencia.

El falso progresismo actual -del que no he tenido más remedio que apartarme- arroja piedras contra el tejado de la ilusión y la creencia y debilita la cultura propia, nuestras raíces, mejorables, pero nuestras, las que se trasladan de generación en generación a través de la tradición y el inconsciente colectivo. Lo hace cuando se empeña en ser infantilmente anticlerical y para colmo coloca a otras creencias por encima de las nuestras, ya hay que ser torpes para eso. Terminas por destartalar a un pueblo sin aportarle nada sustancial a cambio.

Cuando yo era mozo y estaba militando en la clandestinidad, primero, y luego al aire más o menos libre que nos dejaron, a mi lado peleaban cristianos por el socialismo, ese movimiento que más tarde sonaría más como teología de la liberación ¿Es tan difícil comprender que un creyente y un ateo se unan -bajo el respeto mutuo- para intentar mejorar la sociedad en la que viven? ¿Es tan difícil comprender que además de condenables abusos sexuales porque en todas partes cuecen habas y somos humanos, la religión católica le ha sembrado y le siembra ilusión a miles de millones de personas? ¿Tan difícil es comprender que gracias a los frailes nos ha llegado la herencia del mundo clásico?

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Una imagen familiar.

¿Tengo que rechazar que la colonización de América fue mucho más que llegar y matar nativos y debo negar que estuvo acompañada por el deseo de extender lo que se tenía por fe cristiana y por cultura universitaria entonces y ahora? ¿Rechazo a Carlomagno, rechazo a Bartolomé de Las Casas, a Colón y al Inca Garcilaso para unirme a esos muchachos y muchachas líderes latinoamericanos que ejercen una revolución confusa? ¿Fue revolucionario que una turba de desesperados quemara iglesias e imágenes aquí y allá? Sí, fue un acto lógico de apasionamiento, pero de ahí a ser revolucionario va un abismo. Lo que se destruyó era patrimonio de todos.  

Mientras el fraile dominico Félix Hernández oficiaba la Eucaristía en memoria de su padre fallecido -Felix Hernández Delso-, y la oficiaba en Sevilla, parroquia de San Vicente, muy cerca del Museo de Bellas Artes que guarda el blanco de Zurbarán, las Inmaculadas de Murillo, la Virgen de la Servilleta y mi escultura preferida, el San Jerónimo, de Pietro Torrigiano, yo estaba rodeado de Paraíso perdido: la Virgen de los Desamparados, patrona de la Comunidad Valenciana, a cuyos pies se casaron mis padres -mi padre era valenciano-; la pila bautismal donde me bautizaron, el Cristo de las Siete Palabras  a cuyo lado llegué a hacer estación  de penitencia unos años. Delante de mí, el Nazareno de la Misericordia -el que vino a encender hogueras, no a apagarlas-, acogedor y retador a un tiempo; retador a que seamos lo que tanto escasea ahora: practicantes de la coherencia. ¿Voy a tirar todo eso a la basura en nombre del progresismo? Al revés, hay que asimilarlo, administrar bien la energía que me legó, asumir que “todo pasa y todo queda” pero lo nuestro es, ay, pasar, y yo no quiero pasar, me gusta demasiado estar, aunque sea aguantando el presente gracias al pasado y, por ese pasado, imaginando el futuro, es que no tengo otro mundo donde ir.

A su otro mundo se nos ha marchado don Félix Hernández Delso (Espejo de Tera, Soria, 1935), decisivo en el proceso democratizador de la Organización Nacional de Ciegos Españoles (ONCE), presidente nacional, delegado de dicha Corporación en Cataluña y en Andalucía, director del Pabellón de la ONCE en la Expo’92 de Sevilla, profesor de Derecho Mercantil, hombre culto, inteligente, brillante en su interior y en su carisma exterior a pesar de la ceguera absoluta que le sobrevino con unos 8 años de edad.

Félix, don Félix, fue vecino mío en el barrio de San Vicente. Yo era niño y adolescente, lo recuerdo saliendo del piso de la planta baja de la casa donde vivía y donde viví yo -una planta más arriba-, vestido impecablemente don Félix, traje oscuro, chaqueta, corbata, sus gafas negras, su delgado bastón, caminando firme, incluso cuando había alguna pequeña obra en la calle Mendoza Ríos que es donde habitábamos. Dicen que un día, cuando en una de esas obras se produjo una variación que desconocía, pidió ayuda a los albañiles que se asombraron al saber que era ciego porque no se habían dado cuenta.

Había otra casa de pisos, muy cerca, la de Carmela. No tuvo Carmela buena salud, al menos cuando yo la conocía. Llevaba con frecuencia como vestido la túnica morada del Gran Poder, sin que restara elegancia a su presencia y, además, eso qué importa, supongo que lo que quería era el milagro, curarse de sus males, en mis tiempos infantiles no era raro ver a una mujer vestida así. Carmela tenía dos hijas y tres hijos. Una de sus hijas, Mari, se fijó en don Félix, así lo llamábamos todos, se lo había ganado. Se enamoraron, se casaron y, desde entonces, Mari, la de Carmela, como le decíamos, fue la compañera perfecta que don Félix necesitaba y ella tuvo a su galán para siempre.

Una hija y dos hijos nos regalaron Félix y Mari. Uno de ellos estaba allí, oficiando misa por su padre, fallecido hace ahora una semana. En la homilía narró cómo su padre, encima de su ceguera, al quedarse tetrapléjico, le dijo: “Hijo, ahora las cosas no van a ser como antes, no vamos a poder hacer cosas que hacíamos antes, tenemos dos opciones, o dejarnos llevar por las desgracias y llorar o tener en cuenta lo que todavía somos capaces de hacer, seguir adelante y estar lo mejor posible”. Y eligieron lo segundo. Parece como si fuera una tradición en esa familia: en el piso donde vivía Carmela con sus cinco hijos, su marido y la tata, mi inolvidable Mariaguía, solía haber un ambiente cordial y con frecuencia festivo, allí llegó un aparato de televisión en blanco y negro cuando en mi casa no teníamos aún televisión y allí iba yo a verla. Carmela también elegía el camino positivo, como don Félix, su salud no le impedía estar rodeada de dicha.

El fraile y artista Félix Hernández nos ofrece una pintura abstracta plena de color, de contrastes atractivos, esa pintura que no sabes exactamente lo que significa y sin embargo gusta, te ayuda a vivir. Cuando me enteré de que el cura de la misa era pintor y dominico me acordé de mi amigo granadino, afincado en Sevilla, fallecido en Sevilla en 1995, Amalio García del Moral, pintor, catedrático de Bellas Artes, siempre en mi recuerdo y en el vergonzoso olvido de Andalucía y Sevilla, empezando por su alcalde, señor Sanz.

"Fui feliz en mi barrio de San Vicente, con sus habitantes, con don Félix, con Mari y su familia, con la mía, con todos…"

Amalio pintó a su hermano, el teólogo dominico Antonio García del Moral, gran cerebro y gran persona. Amalio le hizo un retrato inmortal, por mucho que los hayan olvidado a ambos talentos andaluces ese retrato los prolongará en el tiempo. Ahora, otro dominico, Félix Hernández, refleja en sus pinturas y en sus palabras la armonía que ha conocido en su hogar sin olvidarse de las miserias que acosan al mundo.

Aquella mañana del pasado lunes, cuando fui por la noche a la misa de difuntos por el alma de don Félix, antes de irme a la universidad para atender tutorías y reuniones, había estado leyendo al filósofo Emil Cioran. Escuchando en la parroquia de San Vicente al fraile Félix Hernández pensé que él, don Félix y Cioran, eran la noche y el día. Luego reflexioné. Creo que estoy equivocado.

Cioran estaba seguro de que vivir era una tragedia. Apostaba por el suicidio. Su obra está llena de aforismos que ofenderían a muchos cristianos. Con todo, Cioran, en el fondo, eligió un camino similar al de don Félix y su familia, eligió el camino de utilizar lo mejor que le ofrecía la vida para vivir. Lo mejor era la muerte, el suicidio. Pero no se suicidó, vivió largo tiempo, como don Félix, y llegó a escribir: «es la existencia del suicidio la que hace la vida posible».

Lo que usted quiera, señor Cioran, su más allá fue el más acá: filosofar sobre la tragedia de haber nacido. Es otra forma de alabar la vida. Lo que creo que Cioran, don Félix y el fraile pintor Félix Hernández quieren decir es que, sin horizontes, sin algún tipo de fe, en la tierra o en el cielo, sin principios, sin ilusiones, es más complicado vivir. Ésa es la lección que yo extraje de mi regreso al lugar donde fui feliz, la lección que hemos olvidado y por eso ha nacido esta nueva entropía mundial. En este caso no se cumplió del todo aquello que dijo Juan Rulfo y canta Sabina: al lugar donde fuiste feliz procura no regresar.

Fui feliz en mi barrio de San Vicente, con sus habitantes, con don Félix, con Mari y su familia, con la mía, con todos… Lo sentí entonces, sentía ese bienestar. Lo malo es que no lo sabía. Pero de algo tiene que servir la prevejez en la que estoy ahora. Soy más sabio, uno se vuelve sabio, irremediablemente, dijo Mario Benedetti. La sabiduría es como el Comala de Juan Rulfo: una especie de infierno y una felicidad al mismo tiempo. En ese estado disfruté con un paréntesis: la misa de Eucaristía por don Félix estuvo iluminada por la luz de su presencia y por la de quienes me dieron gran parte de la energía que aún conservo.  

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