En estas fechas en que los conmemoramos, o cada vez que nos interesa, todos hablamos de los derechos humanos, pero cada cual los interpreta de acuerdo a su propio filtro ideológico. Sin embargo, la lectura de la Declaración Universal de los Derechos Humanos no debería dejar ningún lugar para la duda, puesto que desde el mismo preámbulo, antes de iniciar el articulado, ya se establece su carácter universal, individual, indivisible, interdependiente e inalienable. A pesar de ello, todos actuamos como si no fuera así y cada cual hace su propia lectura y defensa de los derechos que más le interesan.
Contra el principio de universalidad surge un cierto relativismo cultural que pretende hacernos creer que la Declaración de las Derechos Humanos es una creación occidental de la Europa y América rica y cristiana y que, por lo tanto, olvida otras realidades culturales y/o religiosas. Esto es especialmente patente en los países islámicos, aunque no sólo en ellos. Pero las diferencias culturales o religiosas, la riqueza cultural de nuestro mundo no puede jugar en contra de uno de los principios más básicos de la Declaración, como sería la igualdad de derechos, la universalidad por la que se otorgan todos los derechos a todas las personas y que debe servir para mejorar las distintas culturas sin que pierdan ni un ápice de su autenticidad.
Ha habido, y hay, regímenes políticos que niegan a veces, o minimizan, el carácter individual de estos derechos argumentando una cierta superioridad de los derechos del grupo frente a los derechos individuales, obviando que los derechos del grupo no son sino la suma de los derechos individuales de cada uno de sus miembros y que es precisamente la concordancia de todos esos derechos individuales la que les da la fuerza que tienen y su invocación por parte de todos. Sólo cuando todos los miembros del grupo tienen todos los derechos, cuando se ha sido capaz de llegar a un contrato social que no deja a nadie fuera, el grupo es justo.
La indivisibilidad de los derechos es quizás el principio que menos consenso encuentra. Que los derechos humanos son indivisibles quiere decir que todos ellos están unidos por un mismo cuerpo de principios, que están interrelacionados y se sitúan a un mismo nivel, no habiendo unos más importantes que otros. Tenemos numerosos ejemplos de esa falta de consenso. Ya en el momento de su proclamación había dos grandes bloques de países que intentaban minimizar unos y maximizar otros. Los países del mundo capitalista invocaban los que muchos llaman erróneamente “derechos fundamentales”, es decir los derechos civiles y políticos, e intentaban dejar fuera los derechos económicos, sociales y culturales. Es lógico en un mundo al que no gusta demasiado el carácter universal de los derechos y que cree más en derechos a dos velocidades, según la capacidad, casi siempre económica, de cada cual. Los países comunistas, sin embargo, menos preocupados por esos derechos, intentaban poner el acento sobre los derechos económicos y sociales, dejando un poco de soslayo los otros. Al final en la declaración entraron todos ellos y cada cual siguió violando los que no creía importantes. En realidad las legislaciones nacionales no suelen estar muy en consonancia con esa indivisibilidad de los derechos. Nuestra propia Constitución adolece de respetarlos por igual. Mientras que sí incluye los civiles y políticos como derechos reales y los trata en los Capítulos primero y segundo del Título I, relega a los DESC al Capítulo tercero y los deja en una mera declaración de intenciones bajo el título de “De los principios rectores de la política social y económica”. El único de los DESC que sí es un derecho fundamental es el derecho a la educación. Esto es
importante porque al no ser considerados derechos fundamentales, el estado no se siente obligado a respetar derechos como el derecho a la salud, el derecho a la vivienda, el derecho al trabajo, el derecho a las vacaciones, el derecho a una pensión digna, o el derecho al mayor nivel de vida posible.
De la interdependencia ya hemos dicho algo al hablar de la indivisibilidad. Basta decir que todos ellos están absolutamente relacionados y que la violación de cualquiera de ellos trae consigo la pérdida de los demás. Una niña que no es educada igual que un niño tendrá menos oportunidades de mantener el resto de sus derechos, como una persona que vive en la calle no sólo no tiene acceso a una vivienda digna, sino que esa misma circunstancia le va a hacer imposible acceder a una adecuada educación, va a estar más expuesto a una salud deficiente y, con toda seguridad, sus derechos individuales estarán más fácilmente en la cuerda floja.
Que son inalienables es evidente. Ningún gobierno, ningún grupo, ninguna empresa, ninguna persona, puede quitarnos ninguno de nuestros derechos. El artículo 29 de la declaración, que se refiere a los deberes, deja claro que sólo podrá haber limitaciones de derechos para “asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás”. Es algo que hemos visto muy claramente en estos meses de pandemia en los que hemos visto limitados algunos de esos derechos, pero no dejan de estarlo temporalmente, bajo un estado de alarma decretado democráticamente y bajo la invocación de un fin superior y en defensa de otros derechos de los demás que podrían estar en peligro.
A esta serie de adjetivos habría que añadir que también son irrenunciables. Nadie puede, ni debe, renunciar a ninguno de sus derechos, ni siquiera para conseguir otros, porque los otros, ya los tiene, y debe invocar su derecho para exigirlos cuando considere que se están violando.
Es lamentable que 72 años después sigamos teniendo algunos de estos derechos sólo sobre el papel. Es lamentable que en la lenta pero permanente evolución de los derechos humanos, no sólo no hayamos consolidado éstos, sino que muchos de ellos están incluso más en peligro que cuando se proclamaron.
No olvidemos que la lucha por los derechos humanos es una evolución permanente y que ya deberíamos estar pensando en nuevos derechos más ambiciosos que aquellos, en una tercera generación de derechos que ya empezamos a vislumbrar, como el derecho a un medio ambiente limpio, a un planeta sostenible, o a esa agua que hace unos días pasó a formar parte del mercado especulativo en la Bolsa de Nueva York. La historia del hombre no deja de ser, con altibajos, sino una constante búsqueda de derechos para más gente. Una evolución que hace que hoy veamos como una atrocidad aquel “ojo por ojo, y diente por diente” que establecía el Código de Hammurabi. La ley del Talión no era sino un avance al establecer la proporcionalidad de la pena respecto al delito cometido, en unos tiempos en los que una persona podía morir sólo por mirar raro a un poderoso.
Juan Francisco Villar Caño es activista del Equipo de MMCC de Amnistía Internacional Andalucía