La aurora vestida de azul y canela
anunciaba el principio temprano de la primavera.
Bajo los olivos de troncos de luto
y gris pelambrera,
ondeaban los tallos de hinojos con la brisa nueva,
y la siempreviva se arrastraba humilde
con espigas de malva y violeta.
Pero el aire temblaba.
Una alondra de cresta aguzada,
a golpes de canto,
defendía su terreno, su nido, y su casta,
y alegraba el crecer de la yerba y la vida,
como cada -Y de pronto, el trueno- como cada mañana.
La luz asomaba sobre la solana
añorante de viejos arados,
de las coplas de los hombres recios
con calzones zurcidos de pana,
de brazos nervudos morenos, sombreros de palma,
y de ojos oscuros de mirada larga.
Mas ya nadie quedaba. Truenos retumbaban.
A lo lejos, cerca de la playa,
una masa de seres, aterrada y larga, arrastraba sus miedos huyendo
por la carretera camino a la muerte, o camino a la nada:
los cruceros y aviones rebeldes la bombardeaban.
Sí, la Desbandada.
Siete de febrero, año treinta y siete, huyendo de Málaga