Guerra en territorio ucranio. Recesión, anuncia el ministro alemán de Economía y protección del clima, Dr. Habeck. Guerra en Oriente Próximo, en territorio palestino, en territorio libanés. Un conflicto, el de Israel y Palestina, que fue dando muchos giros y todos con un mismo eje: Israel. La existencia de este estado no debe negarse; la negación de la existencia del Estado palestino es simplemente inadmisible.
Si estamos en una época, esta, es la de La crueldad II. La crueldad I, como época, comenzaría con los ismos europeos, fascismo y estalinismo, porque los europeos siempre quisieron contar el mundo como les hacía mejor. Parecería que la época del colonialismo, la de esclavitud, no hubieran sido épocas de la crueldad, todas en nombre de algo bueno y justo, por cierto; siempre con millones de pobres en las metrópolis coloniales. La idea del derrame de la riqueza, eso de que si hay muchos ricos su riqueza se desparramará por sobre los pobres, al modo del milagro de los panes y los peces, esa no llegó todavía. Llegó una distribución de riqueza calculada para que fuera la base en la que los más ricos pudieran sostenerse y no caer: las clases medias, unas clases trabajadoras mejor asalariadas, como escaparate ante el mundo comunista de la Guerra Fría.
La caída del Muro de Berlín supuso el final de la teoría del derrame, que nunca fue, en realidad, dado que los ricos siempre la vendieron como una consecuencia natural, pero era un ardid calculado para su propia seguridad. Fue el final del espejismo de la teoría del derrame. Se desató la idea de que podríamos hacer todo lo que nos propusiéramos: la mentira fundacional de la época que vivimos, que entregaba al individuo poderes omnipotentes para alcanzar su objetivo de construirse una vida a su gusto.
No parece que las vidas se puedan construir, más bien bastaría con vivirlas, y si para vivirlas necesitamos tanto a tantas personas, la vecina que nos da los buenos días, la camarera del bar que nos sirve el café con tanta amabilidad, el chofer del autobús que se para, porque nos ve venir corriendo a la parada; cuánto no necesitaríamos para construir una y cuánto egoísmo construírnosla para nosotros solos, al mismo tiempo que todo el resto nos la sostiene.
Todos esos resabiados, sacerdotisos del egoísmo ególatra del individuo, no viven solos ni aislados, que no te engañen. Viven una vida orientada a que el público la aplauda. Esconden en su alma el deseo, muchas veces la necesidad enfermiza, de que el mundo los admire. Sin el mundo, grande o pequeño, ninguno de nosotros podría existir. Pero la crueldad avanza, los odios avanzan por odiadores que se prometen, a sí mismos, que cuando acaben sus destrucciones, todo se volverá felicidad. Ya volveremos sobre esto de la felicidad, que tampoco existe, por cierto.
Todas esas guerras con bombas matan a personas y contaminan terriblemente el planeta. Sus explosiones son como terremotos que afectan también al planeta. Su crueldad y los silencios ante tamaña crueldad destruyen, además, el alma humana, y hacen peores a las personas. Calcular que ya luego llegarán las disculpas y los arrepentimientos es parte de la crueldad. Pero, ¿cómo lograr una conversación en la que se pueda razonar? Esto también fue destruido, y es quizá lo más grave de todo: la destrucción de la conversación. Los loros también hablan, pero no pueden conversar.
Las redes sociales han socializado a millones de personas en la ilusión de que tienen relaciones sociales gracias a esas redes que son antisociales, en realidad. Espacios donde no existe la conversación y la conectividad de las personas solo persigue mayor publicidad del propio perfil. Millones de personas en las que se fue incubando un malestar que se fue convirtiendo en crueldad, gracias, también, a la anonimidad, que no debería estar permitida. Es esa anonimidad el soporte de tanta crueldad, esa cobardía de actuar emboscado para hacer daño a otras personas.
La mentira es otra forma de anonimidad, quita a los mentirosos su responsabilidad, dado que presentan esas mentiras como verdades, porque el relativismo alcanzó tal punto en el que si se discute sobre veracidad o mendacidad la sucesión de diálogos superpuestos termina con un “esa es tu opinión”, como si veracidad o mendacidad fueran disponibles, cada quien a su gusto.
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