Cuando el 6 de diciembre de 1978 una amplísima mayoría de la ciudadanía española ratificaba la Constitución, las lampedusianas élites políticas y económicas respiraron aliviadas. Los ideales rupturistas con los que gran parte de la oposición democrática al franquismo soñó durante la larga noche de la Dictadura parecían disiparse para siempre. Especialmente importante fue el entusiasta apoyo que la burguesía nacional catalana prestó al proyecto a través de su brazo político de entonces, Convergència Democrática de Catalunya (hoy Junts), y el más reservado de su homóloga vasca, explicitado por la abstención del PNV, pues garantizaba la colaboración con el aparato del Estado de los históricos vértices norteños del triángulo que, junto con Madrid, venían dirigiendo los destinos de España desde hacía entonces más de un siglo.
Este pacto permitió que las cosas funcionaran a plena satisfacción de aquellas élites que, durante largos años de paz, pudieron crecer, engordar y reproducirse en medio de un alborozo generalizado. Pero hace algo más de un lustro se inició una crisis sistémica, cuyo final no termina de vislumbrarse. Pero algunas pistas sí que nos están dando las que en este siglo XXI, que avanza a velocidad de crucero, constituyen las élites políticas y económicas actuales. Algunos de estos personajes son los mismos de hace décadas; otros, sus hijos, ya sean biológicos o putativos. Pero, en cualquier caso, debemos estar atentos a los mensajes que lanzan, pues sus decisiones, como suele enseñarnos la Historia, afectarán a millones de personas del común.
Concluida ya la parte de los fuegos de artificio para la formación de un nuevo Gobierno mediante el instituto de la votación de investidura, con el resultado que cualquiera podía suponer desde la misma noche del 23 de julio, empieza ahora la parte descarnada, que llevará a la proclamación del señor Sánchez en sesenta días como máximo. Durante los dos meses largos que han pasado, aunque nos intentaran mantener distraídos con las idas y venidas del señor Feijóo, ya ha habido suficientes señales de por donde pueden ir las cosas.
Hace algunas semanas se inició un interesante debate como consecuencia de la propuesta lanzada por el Lehendakari Urkullu, miembro del histórico partido que viene representando los intereses de la burguesía nacional vasca desde hace más de un siglo, el PNV. Su iniciativa de revisión de la organización territorial de España me pareció absolutamente oportuna y, posiblemente, imprescindible. El modelo que diseñó sobre este asunto el constituyente de 1978 ya hace tiempo que viene dando señales de agotamiento y debemos explorar, sin dramatismos, nuevos caminos. Desde Andalucía, que es lo que debe interesarnos, su iniciativa no debe ser demonizada porque eso solo nos conduciría a la parálisis y al enfrentamiento inútil. Tenemos que reflexionar serenamente sobre ello e intentar consensuar una propuesta/respuesta de país. Porque, aunque a nadie más allá de Despeñaperros se le pasa por la cabeza, los andaluces tenemos mucho que decir en esta cuestión, no solo porque Andalucía es el territorio más poblado de España y el que más representantes envía a las Cortes Generales, sino porque el estatus jurídico-constitucional de esta nacionalidad histórica es idéntico al de Euskadi, Cataluña y Galicia, a las que exclusivamente se ha dirigido la iniciativa de Urkullu.
La construcción de esa respuesta de país debería nacer a partir de algunas proposiciones en las que una amplia mayoría del pueblo andaluz coincidiera. Creo que no es difícil que la generalidad de la sociedad andaluza, así como la práctica totalidad de sus fuerzas políticas, estemos de acuerdo en que Andalucía conquistó el 4 de diciembre de 1977, en las calles, y el 28 de febrero de 1980, en las urnas, el derecho a una autonomía plena. Aquel modelo de autonomía que, en realidad, la Constitución reservaba a las que entonces eran conocidas como “nacionalidades históricas”. No olvidemos que el constituyente de 1978 diseñó un Título VIII profundamente discriminatorio, que solo el empeño del pueblo andaluz y su vanguardia andalucista pudieron moderar, a duras penas, al tiempo que escribían una de las más vibrantes páginas de su historia. Quizás hoy día, a la vista del actual Estado autonómico, muchos lo han podido olvidar, pero en las actas del Congreso quedan las palabras que el Presidente Suárez pronunciaba el 20 de mayo de 1980, explicitando esa naturaleza discriminatoria de la Constitución:
“La distinción [entre la vía del 143 y la del 151] fue formulada, en efecto, como es noticia común, en función de lo establecido en la Disposición transitoria segunda de la propia Constitución, esto es, para asignar la segunda de las vías a aquellos «territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de Autonomía», concretamente Cataluña, País Vasco y Galicia, a los que se entendió que se debía una restitución histórica.”
La crudeza con la que el presidente Suárez desvelaba la naturaleza esencialmente discriminatoria del pacto constitucional en relación con la organización territorial del Estado, en el preciso momento en el que el proceso autonómico andaluz estaba bloqueado, era expresiva del pacto que la derecha e izquierda españolas ahormaron durante la Transición para satisfacer las reivindicaciones de los nacionalismos vasco y catalán. Un pacto que, en un momento inicial, los andaluces hicimos saltar por los aires, aunque el paso de los años lo ha ido difuminando. Era, además, extraordinariamente cruel que el constituyente fijara en un golpe de estado, el del 18 de julio de 1936, la raya delimitadora entre las “nacionalidades históricas” y las “regiones”. Porque no se olvide que los andaluces estábamos convocados en septiembre de 1936 para ratificar nuestro propio Estatuto de Autonomía, aunque asesinado Blas Infante y disuelta su Junta Liberalista ya no fuera posible. O sea, si el golpe de los militares hubiera sido en octubre, el constituyente de 1978 nos habría incluido entre las “nacionalidades históricas”. Aunque a la vista de cómo fue la cosa, seguramente habría imaginado alguna otra fórmula para dejarnos fuera.
De ahí que no debamos sorprendernos si, en el proceso de revisión de la estructura territorial de España al que está convocando el nacionalismo vasco al dictado de su burguesía, la derecha y la izquierda estatales estén en condiciones de volver a pactar una nueva discriminación para volver a satisfacer sus históricas reivindicaciones. Si leemos con detenimiento y sin prejuicios el “Plan Urkullu”, de enorme potencia en el fondo y de extrema suavidad en las formas, veremos que parece dirigirse tanto al PP como al PSOE, y si me apuran al Tribunal Supremo, al Constitucional y a la Corona. Con un elemento nuevo: su fuerza en 2023 es infinitamente superior a la que gozaba en 1977, por lo que es razonable pensar que sus posibilidades de éxito sean aún mayores. Así, lo que entendemos que puede parecer una idea razonable, revisar el Título VIII de la Constitución, lleva camino de convertirse, si los andaluces no reaccionamos, en una dolorosa pesadilla: la marginación política de Andalucía.
El reciente viaje de Ortúzar a Waterloo, celebrado como una recomposición de las tradicionales relaciones fraternales entre los partidos de las burguesías nacionales vasca y catalana, debe tener una letra pequeña que no nos han contado. Lo que venimos relatando es, sin duda, parte de ese guion compartido. Pero lo verdaderamente nuclear es otro asunto. Lo cierto es que la derecha estatal, desde González y Guerra hasta Feijóo, Aznar y Abascal, han entrado con toda bravura al trapo de la amnistía. Permítanme afirmar, con toda humildad, que creo que eso no es más que un señuelo. La amnistía es algo superado. Las Cortes Generales la aprobarán, y ni el Tribunal Supremo, ni el Constitucional, ni las instituciones europeas, moverán un músculo. Seguramente la derecha citada seguirá excitando, hasta que dure el chicle, las pasiones de las buenas gentes de España. Pero el asunto no tiene demasiado recorrido.
Lo verdaderamente delirante, y doloroso desde la visión del pueblo andaluz, es la reclamación que hace Puigdemont, en nombre de la burguesía catalana y con la bendición de la vasca, que a eso ha ido Ortúzar a Waterloo, sobre la existencia de una fantástica deuda histórica de España con Cataluña. Una delirante “deuda histórica” que cifra nada menos que en 455.900 millones de euros. Esta nauseabunda afirmación es una verdadera ofensa a la historia, la razón y la decencia humanas, además de un insulto al pueblo andaluz, que, al menos durante el último siglo y medio, se desangró en recursos humanos y materiales para construir el bienestar del que hoy goza, entre otros pueblos de España, Cataluña. Ofensa que se multiplica al comprobar cómo la disposición adicional segunda del Estatuto andaluz de 1981, ya derogado, disponía que “dadas las circunstancias socioeconómicas de Andalucía, que impiden la prestación de un nivel mínimo en alguno o algunos de los servicios efectivamente transferidos, los Presupuestos Generales del Estado consignarán, con especificación de su destino y como fuentes excepcionales de financiación, unas asignaciones complementarias para garantizar la consecución de dicho nivel mínimo.” Esta es la verdadera deuda histórica, la que se tiene con los pueblos históricamente oprimidos y saqueados. Nunca se saldó esta deuda. Esta disposición del Estatuto se incumplió durante los 25 años que estuvo en vigor. La gran canallada es que nunca se saldará, insisto, salvo que los andaluces nos resolvamos a levantarnos. Y lo más doloroso es que los opresores seguirán esquilmándonos. Y me temo que una vez más, como viene sucediendo desde el siglo XIX, las burguesías vasca y catalana, con la connivencia del poder del Estado, convendrán, con toda naturalidad, en perpetrar este nuevo saqueo. Seguramente, en el guion se incluirán los desencuentros precisos, como la amnistía, para que parezca que esto no es El Gatopardo.
Me atrevo, por tanto, a lanzar una segunda propuesta que también creo que podría gozar de un amplio consenso andaluz. Nuestras instituciones públicas (Ayuntamientos, Diputaciones, Parlamento de Andalucía, Gobierno andaluz) y los partidos políticos que las conforman deberían hacer como hicieron el 4 de diciembre y el 28 de febrero y proclamar, desde el primer minuto, que Andalucía no aceptará, bajo ningún concepto, un estatus jurídico-político inferior al de las otras nacionalidades acogidas a la vía del artículo 151 de la Constitución. Y que no aceptarán que el Estado siga negando a Andalucía los recursos públicos a los que tiene derecho. Sí, eso que el PSOE en Andalucía reclama a Madrid cuando gobierna el PP, o el PP en Andalucía cuando el PSOE gobierna en Madrid. Y si esto se atrevieran a proclamarlo los 61 diputados que mandamos al Congreso, igual el curso de la historia giraba majestuosamente.
En febrero de 1977, a cuatro meses de las primeras elecciones generales, el Andalucía Libre, periódico del PSA, avisaba de los riesgos que el futuro, aunque fuera democrático, podía traer:
“Para nadie es un secreto que, en una España posfranquista, rotas las compuertas, abiertos los cauces democráticos, el problema de las “naciones” y “regiones” del Estado español ―por tantos años reprimido― se va a plantear con una singular agudeza. Ahí están los temas vasco, catalán y gallego, pongamos por ejemplo, que van a imponer su fuerza, y a originar muchos quebraderos de cabeza. Si en esta circunstancia las fuerzas políticas de Andalucía no se presentan unidas, si no nos percatamos de lo mucho que tenemos que defender, y, sobre todo, lo mucho que tenemos que imponer, es evidente que el gran y verdadero perjudicado con ello será, una vez más, el pueblo andaluz.
Somos conscientes de este peligro. Nos percatamos de que podemos llegar tarde al carro de la historia. Y con ello, insistimos, el único perjudicado será nuestro pueblo. El problema político para Andalucía es especialmente serio. Y ello, porque son muy graves los problemas económicos, sociales, culturales y políticos que nuestro pueblo tiene que afrontar.”
Y para enfrentarse a esos riesgos, a los que una y otra vez nos obligan a sortear a los andaluces y andaluzas, como si fuéramos la reencarnación de Sísifo, hace nada menos que casi 47 años los andalucistas proponían:
“Ante la gravedad del momento, ante las circunstancias que se nos imponen, no es, pues, demagogia verbal, hablar hoy de bloque andaluz; y mucho menos es maniobra oportunista, sino consecuencia histórica de la especial coyuntura que vamos a vivir.
Más allá de las diferencias ideológicas, y porque se sirve mejor así a los intereses de la clase obrera y trabajadora, lo que va a primar en nuestro momento político ―en el que se van a decidir nada más y nada menos que las estructuras del Estado español― es la defensa de la personalidad política de nuestro pueblo, el pueblo andaluz; lo que va a primar en las próximas Cortes es que este pueblo no quede postergado, marginado, sino, al contrario, sea tenido en cuenta. De ahí que la necesidad de este bloque, de esta voz, estos votos, en un Parlamento, se hagan para nosotros tan evidente.
El Partido Socialista de Andalucía sacrifica sus intereses de Partido, en aras de los más altos intereses de nuestro pueblo. Creemos que las demás fuerzas políticas de Andalucía comprenderán la gravedad del momento y no se dejarán llevar por facilonas maniobras electoralistas. Un Bloque Andaluz coherente, democrático, por supuesto, excluidas las fuerzas reaccionarias, creemos que es una necesidad objetiva que hoy experimenta nuestro pueblo. La concreción del mismo sería otro aspecto del problema, a negociar entre todas las fuerzas a él dispuestas.”
Mi condición de andaluz de conciencia me empuja a poner sobre la mesa una tercera propuesta. De la misma manera que, durante la Transición, la vanguardia andaluza que significó la segunda generación andalucista (ASA/PSA/PA) fue vital para que Andalucía se alzara, en esta nueva Transición que parece avecinarse es también vital para nuestra pervivencia como pueblo la consolidación de una tercera generación capaz de hacerse oír en el concierto de los pueblos de la España plurinacional que se anuncia. Quienes hoy, desde diversas plataformas, se proclaman andalucistas, tienen la grave responsabilidad de hacerlo posible, aunando todas sus fuerzas. O, al menos, intentarlo.