Vengan de donde vengan, los niños y las niñas son el futuro de la humanidad; de cómo les cuidemos hablará nuestra la historia cuando seamos pasado. Negarles el derecho a un refugio por su lugar de origen es cruel y es una indecencia que nos envenena el alma.
Niños perdidos en el bosque, niñas abandonadas en un cesto, niñas cambiadas por las hadas, niños encontrados en la orilla de mar, todos ellos son los menores no acompañados que habitan en los cuentos. En cada sociedad y en cada época, los cuentos infantiles son una metáfora de las conciencias imperantes.
Produce pena y vergüenza imaginar cuál será el cuento que refleje la actitud de una sociedad en la que se discute como en una subasta a la baja sobre el acogimiento de los niños perdidos a los que despectivamente llaman menas.
Las filas de la derecha tendrán un lugar en el basurero de la historia por este debate miserable entre los que los echarían de nuevo al mar y los que regatean en una aritmética mezquina sobre si se quedan con veinte o treinta niños. Duele pensar siquiera que se discuta sobre un acogimiento equitativo, duele pensar que haya que hacer una ley para que se cumpla un comportamiento mínimamente humanitario.
Son menas, pero también son menos. Son menos que los recursos naturales que extraemos de sus países de procedencia, menos que las guerras y miserias que generamos para extraer esos recursos, menos que las mercancías que compramos a bajo precio, menos que los fondos de inversión extranjeros que invaden nuestras ciudades y nos expulsan. Son menos que nada en derechos. Y en general son menos.
Hablamos de 6.000 menores solitarios que no encuentran lugar en un país que recibió cerca de 24 millones de turistas en los cuatro primeros meses de este año 2024. Cierto que los turistas dejan dinero a quienes se lo dejen, pero en cambio dejan poco futuro. Cierto que los menores no traen dinero, pero en cambio pueden aportar futuro a nuestra sociedad envejecida.
Si tan solo quisiéramos mirar de dónde vienen, algo se nos movería en la conciencia. 1.030 de estos niños en disputa proceden de Malí, un país en guerra. Se trata de pequeñas personas, refugiados potenciales a los que, al margen de la edad, habría que garantizarles el acceso a los sistemas de protección. Pero es que además son menores a los que la protección no debería discutírseles.
Ellos son los Hansel y Gretel perdidos en el bosque o en el desierto del Sahel tras el señuelo de la casita de chocolate que habían visto en un teléfono móvil, son los sastrecillos valientes de las callejuelas de Dakar que se cansaron de espantar moscas y se subieron a un cayuco, son los niños de las calles de Niamey que miran desde fuera el escaparate del norte y quieren ir a buscarlo. Son los niños que entre la multitud de aduladores del sistema proclaman con su sola presencia que el sistema está desnudo de humanidad, infinitamente más desnudos de lo que ellos lo están en su pobreza.
Para llegar hasta aquí atravesaron mares y desiertos, sufrieron más penalidades en un mes de las que muchos de nosotros podríamos soportar en toda nuestra vida. Sus viajes han durado meses o años, siempre expuestos, siempre en riesgo. Algún día se despidieron de sus madres y asumieron sobre sus pequeños hombros la tarea de buscar un futuro. Quien sabe cuánto y qué tuvieron que vender sus familias para pagar su viaje hacia el norte.
En todo caso lo que no sabían es que después del desierto de arena encontrarían un desierto moral aún más implacable.
En nuestras vidas cotidianas nos cansa un viaje en tren, nos cansa el trayecto en autobús, pues imaginemos por un momento lo que cansa un viaje en el desierto o en los bajos de un camión o en un barquito viejo y lamentable rescatado del desguace para esta aventura infernal en la mar sin horizonte, peligrosa y fría.
Es necesario que nos preguntemos de dónde vienen los niños para poder comprender la extensión de su tragedia y es urgente preguntarnos a que naufragio va la humanidad si no somos capaces de acogerlos.
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