Era poco antes de la doce del lunes cuando un equipo de reporteros de RTVE, de manera casual, captó lo que parecía el cuerpo de una persona atrapada en un convoy de Renfe. Era un plano largo sobre la zona, un plano de recurso, como las decenas de planos de ese tipo que se habían filmado durante todo el puente del Pilar, desde que se diera la alarma sobre la desaparición de Álvaro Prieto, el joven de Córdoba al que se le perdió la pista en Sevilla el pasado jueves cuando tenía intención de tomar un tren para volver a su ciudad natal.
Pero el zoom de la cámara vino a confirmar las peores previsiones: efectivamente, seguro que era un cuerpo. El programa al que pertenecía el equipo de reporteros, Mañaneros –un magacín que lleva en antena unas semanas, aunque tiene al frente a profesionales experimentados– decidió en un primer momento dar las imágenes que acababa de captar e incluso comentarlas en lo que parece (habría que incidir en lo de que parece) ser un directo.
Si es en directo riguroso, si es una sorpresa, cabe tener comprensión hacia el impacto del hallazgo en un plano que quería ser simplemente general de la zona. Pero insistir en el zoom ya confirmado que es un cuerpo, los comentarios... y decidir emitirlo, eso ya es otra cosa. Minutos después, el programa rectificó y decidió, por respeto a la familia y amigos del joven, no volver a ofrecer las imágenes y quitarlas de todos sus formatos, pero las imágenes ya habían corrido como la pólvora por las redes sociales y la competencia. Como dice el mexicano Guillermo Arriaga en su novela Salvar el fuego, "la llama de un fósforo solo dura unos segundos, pero es capaz de arrasar un bosque"... Y eso es lo que ha ocurrido con las imágenes. Ahí están y ahí van a estar. Para siempre.
Una vez más, el periodismo se enfrenta a algunos de sus peores demonios y no siempre es fácil tomar la decisión más adecuada. La trivialización de los contenidos informativos y, en consecuencia, su tratamiento; la percepción creciente de que la información se ha convertido en una forma más de espectáculo; la despiadada lucha por la audiencia en determinados segmentos de la programación televisiva; la victoria de la inmediatez sobre el rigor; la exposición continua a las redes sociales, que son lupa y acelerador, pero también el notario de cualquier exceso... Esa es la realidad del día a día de buena parte de la profesión, en un contexto además no precisamente halagüeño, como es el de la banalización de todo tipo de valores.
La sociedad, los medios de comunicación, creyeron haber aprendido algo hace treinta años con el tratamiento de los asesinatos de las niñas de Alcàsser: cierto, siempre se puede ir a peor.
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