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Nos encontrábamos en Sanlúcar, tomando una copa de manzanilla en la terraza de un célebre bar de las inmediaciones del Cabildo, cuando de pronto se produjo un desplazamiento policial que alertaba sobre algo grave que debía estar sucediendo. Primero un coche patrulla, luego otro y finalmente un furgón atravesaron la plaza atestada de gente. Se oyeron las voces protectoras de algunas madres: “Los niños, coged a los niños”.  El día anterior había tenido lugar la matanza de Barcelona y, aunque no queríamos hablar de ello, la teníamos aún presente. Al poco, la situación se normalizó, pero, más tarde, de regreso a casa nos enteraríamos, precisamente por lavozdelsur.es, de que un individuo había estado amenazando a los viandantes con dos grandes cuchillos. Fue detenido. Al parecer, se trataba de un perturbado, o eso dicen.

Pronto, olvidamos lo acontecido y seguimos disfrutando de las excelencias gastronómicas y estéticas sanluqueñas. Por la tarde, fuimos a las carreras de caballos. Pasamos un día excelente, aunque no terminaba de apartar de mi pensamiento la barbaridad de Cataluña. De vuelta de las carreras, numerosas personas deambulaban por el paseo marítimo. Familias, niños, ancianos, minusválidos —algunos en sillita de rueda— eran la encarnación de la ternura. Personas de variadas clases y condición solazándose, despreocupadas, alegres, enamoradas quizá. Entonces recordé el horror de Las Ramblas. ¿Cómo puede nadie ejecutar un acto tan descabelladamente cruel? Sólo seres inmaduros, que desconocen el valor de la vida, pues la sonrisa de un niño o de un anciano valen más que todas las quimeras, pueden ser capaces de algo así, si han sido deliberadamente abducidos y manipulados por el peor de los fanáticos.

Pero ¿cómo puede nadie creer en un dios que siembra el odio y la destrucción y en su nombre inundar de dolor y practicar la inmisericordia? En verdad, estos malvados son unos perfectos imbéciles, unos ignorantes supinos. El maligno ha tomado posesión de su debilidad mental para azuzarlos contra nosotros. Nuestro reto es seguir viviendo, amando, disfrutando de los dones de la vida y de las relaciones humanas, con el convencimiento de que el bien vencerá.

En este punto, recomiendo la lectura de un libro, Alamut, de Vladimir Bartol. Publicado originalmente en 1938, es una novela histórica que nos lleva a la Edad Media, pero da las claves del terrorismo de hoy. El Viejo de la Montaña, refugiado en la fortaleza inexpugnable de Alamut, ha formado un ejército de jóvenes guerreros ismaelitas con intención de derrocar al imperio turco y hacerse con el poder. Para fanatizarlos hasta el crimen y el suicidio, se sirve de la religión y la droga: les hace creer que llegarán al paraíso si dan la vida por su causa. Carente del menor escrúpulo ético, pues en el fondo no cree en nada y por consiguiente todo le está permitido, Hassan Sabbah —así se llama el profeta fundador de la secta de los asesinos o hashishin— dispondrá de las vidas humanas como peones en su particular y sangrienta partida de ajedrez. De todos los personajes de la novela, mi preferido es Omar Khayyam, el gran poeta persa autor de los Rubayyats, breves poemas sentenciosos entre los que encontramos perlas: “Si los amantes del vino y del amor van al Infierno, el Paraíso debe estar vacío”.

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