El congreso

"Hace décadas nos sumió en una crisis generalizada, y no ha hecho nada por remediarla. Los ricos cada vez son más ricos y los pobres todo lo más pobres que los tiempos permiten"

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

John Trumbull, ‘Declaración de Independencia’ (1818)
John Trumbull, ‘Declaración de Independencia’ (1818)

Tras las presentaciones, el señor Mu Yiang tomó la palabra. 

—Estimados amigos, mi país no lo puede soportar más. Nuestros ríos ya no llevan agua potable por culpa de sus fábricas. Los campesinos se ven forzados a salir con mascarillas a la calle. Hemos acordado repetidas veces una legislación básica para preservar el medio ambiente, pero él siempre acaba rompiéndola con la excusa de que así le sale más barato. Nuestras verdes praderas se van convirtiendo en un estercolero: cada una de nuestras poblaciones se abastece de los desechos de otra, que a su vez se nutre de los de otra, así hasta llegar a la primera. 

Cuando el señor Mu Yiang terminó su discurso, fue el turno de la señora Kripotsky. 

—Hace décadas nos sumió en una crisis generalizada, y no ha hecho nada por remediarla. Los ricos cada vez son más ricos y los pobres todo lo más pobres que los tiempos permiten. Los huérfanos se agrupan en peligrosas pandillas en los extrarradios y, aunque él finge sentir lástima por ellos, a la hora de la verdad siempre mira hacia otro lado. El alcoholismo en la población joven alcanza niveles preocupantes; los grupúsculos radicales van ganando presencia. La última vez que se lo recordé, me prometió, tras secarse las lágrimas, lo mismo de siempre: que pronto se enmendará. Pero nunca es verdad y, lo que es peor, cuando le presiono tiene la desfachatez de decirme que no está en su naturaleza hacer nada. 

Saltó entonces el señor Tambula. 

—Allí de donde vengo no estamos mejor. La guerra que desató ha devorado ya dos generaciones. Los niños son arrancados de los brazos de sus madres y entrenados para ser soldados. La violencia está normalizada: la gente simplemente evita salir de noche, como si hubiera un toque de queda, y adentrarse en escenarios de conflicto. Ya casi no se percatan de que, a unos pocos kilómetros, la batalla continúa por selvas, valles y llanuras. Los cadáveres cubren las tierras de labranza, obstruyen el cauce de los ríos y vuelven impracticables las carreteras por las que podría llegarnos ayuda humanitaria. Cuando le exigimos que pusiera punto final a lo que él había provocado, nos dijo que tiene algún interés en ayudarnos, pero que tampoco es un santo. De momento no hemos recibido la menor muestra de apoyo. 

Habló el señor Abdulleh. 

Nos obliga a vivir bajo continuas dictaduras. El color es lo de menos: todas acaban con las manos rojas. No hemos conocido la libertad en siglos: cada vez que derrocamos a un tirano le sobreviene otro en cuestión de años, con su correspondiente estela de torturas, prohibiciones y desaparecidos. La historia se ha vuelto una sucesión de ajustes de cuentas: “Tú mataste a mi familia; pues lo mejor que puedo hacer es arrebatarte el poder y exterminar a la tuya, y no sólo eso, sino también a vuestros amigos, conocidos y clientes, hasta que alguno de sus familiares me derroque a mí”. Hemos apelado a él para que nos explique qué sentido tiene maltratar y esquilmar a la población, y nos ha respondido que no nos preocupemos, que a ver si a la próxima nos puede echar un cable, y luego se ha echado a dormir la siesta otra década. 

El congreso continuó, un torrente de quejas. Los ponentes escuchaban atentos los horrores narrados por sus colegas y siempre daban su parte de razón a los demás; algún llanto espontáneo fue consolado por todo el auditorio. Se hizo una aparatosa votación para ver qué medida tomar ante tantos crímenes impunes, y salió por mayoría absoluta: acabar con él. Los participantes, de todos los países, estallaron en una algarada jubilosa. 

—¡Sí, ya es suficiente! 

—¡Estamos hartos del Hombre! 

—¡Es el animal más peligroso! 

—¡Es el peor enemigo de la humanidad! 

—¡Esta vez se va a enterar! 

—¡Abajo el Hombre! 

—¡Nos engaña! 

—¡Nos esclaviza! 

—¡Nos vende como a ganado! 

—¡Dice querer ayudarnos, pero acaba ametrallándonos en las trincheras! 

—Pero ¿cómo vamos a llevarlo a cabo? Tendremos que aniquilarnos, ¿no? 

Todos callaron. Poco a poco, las miradas se fueron dirigiendo, dubitativas, a la lona que cubría las paredes, como si ella contuviera la respuesta, allí donde aparecía representada una gran figura erguida sobre sus patas traseras, con dos brazos, dos piernas y una cabeza, una mata de pelo en su punta y un traje de corte italiano hasta los tobillos.

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