La política no está sobrada de referencias éticas; todo lo contrario, y hoy nos hemos quedado sin una de ellas. Se nos ha ido Julio Anguita, una voz contundente y limpia que, desde su retiro de la tribuna política, no dejó de aportar reflexiones certeras y lúcidas que nos ayudaron a comprender las claves de la sociedad actual.
Cuando el Anguita más vital ejercía de líder de la izquierda, no alcancé a entender algunas de sus estrategias para confrontar con el PSOE de Felipe González y de Manuel Chaves en Andalucía. Aquella pinza, tras las elecciones andaluzas de 1994, le llevó a pactar con la derecha como palanca para hacer de Izquierda Unida la fuerza hegemónica de la izquierda española. No lo consiguió. Bueno, también la socialdemocracia de Felipe González practicó el entendimiento con la derecha -pero la económica, la que manda- siendo servil con las grandes empresas y corporaciones financieras. Las fotos de puro y yate, y asiento en un sillón del Ibex, nos permiten comprender ahora lo que entonces no supimos ver.
Julio Anguita siguió batallando hasta que en 1996 sus problemas de salud le obligaron a dejar la primera línea para volver a sus clases de Historia, en ese califato cordobés al que dio brillo como uno de los grandes alcaldes de la democracia desde 1979 a 1986. Pero el líder del PCE y de IU no dejó de estar presente en la escena política como una especie de oráculo para esa nueva izquierda que, años después, emergería en el fulgor de las plazas que florecieron el 15M.
Desde entonces, Julio fue el Pepe Mujica español, el abuelete ilustrado y entrañable, la voz de los nadie, que diría Galeano. Fue la personificación de la sencillez y la coherencia de quien anduvo en la vida y en la política ligero de equipaje. Su barba afilada de califa bueno y su media sonrisa nos acompañarán siempre, y también esa mirada firme e incapaz de esconder, en el fondo de sus ojos tristes, la pérdida del hijo que le arrebataron los sonrientes protagonistas de la foto de las Azores.
Descansa en paz, querido Julio.
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