Durante junio de 2017 recorrí algunas ciudades de la antigua Yugoslavia siguiendo el rastro de la guerra en Bosnia-Herzegovina que libraron serbios, croatas y musulmanes entre 1991 y 1995 y que acabó con los acuerdos de Dayton, liderados por Bill Clinton ante la inoperancia de las instituciones europeas. Ese viaje me permitió conocer el testimonio de testigos de una barbarie provocada por elites de nacionalistas fanáticos que reescribieron la historia desde planteamientos xenófobos, supremacistas y racistas, y arrastraron a cientos de miles de personas —amigos, hermanos, vecinos— al desastre, en lo que constituyó un enorme genocidio sin precedentes en la historia de Europa desde las dos guerras mundiales. Por las heridas de los Balcanes fue el diario de ese viaje que publiqué en este medio.
Hace pocos días he encontrado, por fin, el libro de Svetlana Broz (nieta de Josip Broz, Tito, el gran líder de la antigua Yugoslavia) en el que relata episodios estremecedores que protagonizaron personas buenas de las tres comunidades en conflicto. Musulmanes que salvaron a sus vecinos serbios de las balas de los propios soldados musulmanes. Croatas que libraron a serbios de la tortura y la muerte. Historias tremendas, como la de la abuela musulmana que se negó a abandonar su vivienda y salvó la vida gracias a dos soldados croatas que simulaban incendiar las casas del pueblo, pero solo quemaban pastos y engañaban a sus propios mandos. Y así casi cien episodios heroicos que demuestran que hasta en el más profundo pozo de la maldad puede haber una rendija por la que entre la luz del bien. El libro que narra esa otra cara de la guerra de Bosnia se titula Buena gente en tiempos de mal.
Me vienen esas historias de buena gente a la cabeza cuando veo las manifestaciones de esa mala gente que, en tiempos de pandemia, sale a la calle a protestar sin razón alguna a sabiendas de que hacen el mal y pueden provocar un repunte de los contagios. Sí, hay buenas personas y otras que no lo son. Y no hay que minimizar el significado de estas exaltaciones fascistas que promueve y alienta el Partido Popular en dura competencia con sus socios franquistas de Vox, y más tras conocerse por la encuesta que la guerra sucia y “el cuántos más muertos, mejor” les da votos.
Más allá del estupor y desesperanza que me provoca que trabajadores y gente humilde apoyen en la calle estas movilizaciones fascistas, sin reparar en que son históricamente víctimas de estos agitadores del mal que les convocan, existe una parte importante de la ciudadanía española alineada ideológicamente con estas posiciones extremas. No hay que menospreciar su fuerza electoral, ni el poder de generar opinión de la pléyade de voceros, autodenominados periodistas, que crean un caldo de cultivo de odio disparando bulos y falsedades desde informativos, magazines televisivos y todo de tipo de ventanas en las redes sociales. Son los que intentan construir un relato según el cual el Gobierno social-comunista de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias estaría detrás de esta inmensa desgracia planetaria, que es el Covid-19, con el único deseo de destruir España. Para ellos el virus es la propia izquierda que gobierna y aprueba el ingreso mínimo vital, sale en apoyo de los autónomos o prohíbe los cortes de agua y luz y los desahucios. Pero ¿qué España es la amenazada según estos patrioteros? ¿Para qué España piden libertad en las calles enmascarados con las banderas y empuñando sartenes y cacerolas que en su puñetera vida han fregado?
Cuando los veo escupir sus “rojigualdas” bilis recuerdo la España que retrata Miguel Delibes en Los Santos Inocentes. Aquella escena del señorito disparando su escopeta contra la “milana bonita” de Azarías después de una aciaga jornada de caza en la que “Paco el bajo” no consiguió rastrear ninguna presa (¡Qué grandes Alfredo Landa, Paco Rabal y Juan Diego!). Y pienso en esa otra escena de la señora marquesa animando a la servidumbre a traer más hijos al mundo, necesarios para criar a los cerdos. Pienso en la España de abusos y violencia en la que un sargento de “la brigadilla” extorsionaba a pequeños almaceneros del barrio, como mi padre, y se llevaba los papelones de jamón por la cara a cambio de no denunciar la venta de aceite a granel, generalizada en los años 60, cuando las mujeres solo podían comprar un cuarto de litro. Digo las mujeres porque los hombres de aquella España franquista, que tanto anhelan los manifestantes ultras, no iban a la compra. Y pienso en la España que defendía Antonio González Pacheco, alias Billy el niño, el varias veces condecorado torturador que ha muerto sin condena ni castigo. Y también me acuerdo del aceite de colza desnaturalizado, que en 1981 mató a 1.500 pobres y enfermó a otros 25.000. Y de las palizas a “maricones” a quienes se aplicaba la “Ley de vagos y maleantes”. En definitiva, cuando los veo en la calle dándoles vivas a España y tachando de asesinos al Presidente Sánchez y al doctor Simón, pienso si la patria que exaltan es la de los piojos, la caridad y la miseria, la de los bebés robados, la de la paz de los cementerios y los muertos en las cunetas.
Cuánta razón tiene mi amiga Pepa cuando dice que la buena gente es más buena en tiempos de mal y en la misma medida la mala acrecienta y radicaliza su nivel de maldad. Así lo veo yo también. La buena gente es la que está en la primera línea de combate contra la pandemia en los hospitales, en los laboratorios, en las calles desinfectando, en los bancos de alimento asistiendo a quienes lo necesitan... y también en los balcones aplaudiendo. La mala es la que la utiliza la pandemia para intentar imponer esa idea de la España más negra.
En mi viaje por la antigua Yugoslavia conversé con Azra y Miran, una chica y un chico de Mostar que nacieron durante la guerra. Se sentían pesimistas respecto de que las heridas se hubiesen cerrado definitivamente. Hoy comprendo el porqué. Los acuerdos de paz pusieron fin al conflicto bélico, pero sobrevivió el relato del odio al diferente, del nacionalismo Iluminado y el sueño de la gran Serbia. En una de las historias que relata Svetlana Broz, el doctor Ante Jeli acompaña a un herido y se lamenta "de las divisiones y nuevas fronteras en Bosnia-Herzegovina". Durante siglos, dice, “en la unión de la diversidad estuvo la verdadera belleza de Bosnia”. ¡Qué hermosa y generosa visión de la convivencia entre iguales pero distintos! Eso es lo que estos “patriotas” de cacerolas y descapotables, enmascarados defensores de la España suprema, no alcanzarán nunca a comprender. A lo mejor el problema también aquí está en que la democracia del 1978 acabó con 40 años de dictadura, pero el relato de la España Una, Grande y Libre no fue sepultado con el dictador, y hoy sus brotes se abren paso en medio de esta terrible pandemia; en medio de esta desgracia que el bloque de la derecha utiliza como campo de batalla para ganar en la calle, enarbolando una bandera que siente exclusivamente suya, lo que no han conseguido en las urnas.
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