Confiaba en que la desgracia de la covid iba a ser una oportunidad para reconducir nuestras miserias individuales y para asumir responsabilidades colectivas que cambiaran el rumbo de esta locura de sociedad en la que vivimos.
Pensaba que habría un punto de inflexión que nos situaría en un escenario más humano y empático con quienes verdaderamente sufren, y suman a esta pandemia de la covid la del hambre y la guerra.
No se trata de ser “buenista” ni iluso. El mundo vive en una tensión social permanente y cada cual elige de qué lado de la cuerda tira. Yo siempre estuve del lado de los perdedores. Y por eso cuando se producen avances sociales, por pequeños que sean, me vengo arriba y retomo la ilusión de imaginar que otro mundo más justo y solidario es posible.
No quiero ni pensar si este dramático escenario nos pilla con Casado y Abascal en el Gobierno de España, como tienen a Trump en EEUU y a Bolsonaro en Brasil. Aunque visto lo visto, la opción fascista ya no es descartable por la cantidad de trabajadores y trabajadoras y de “nadies” (que diría Galeano) que enarbolan ideas franquistas desde una ignorancia forzada por el desconocimiento de nuestra historia. Parece como si después de 40 años de democracia no hubiésemos avanzado nada. Los viejos “socialistas” firman en apoyo del represor Martin Villa, los nuevos tutelan la huida del Emérito, y del otro lado de la cuerda siguen tirando los de toda la vida.
Estos días estamos llegando a un punto de inquina y maldad nunca vistos. El acoso al vicepresidente Pablo Iglesias y a la ministra Irene Montero son ejemplo de algo que no tiene parangón en las democracias del mundo. Las redes sociales arden con mensajes de odio y hay fabricantes de bulos al servicio de la política más perversa y vomitiva. Incluso la mascarilla ya es una herramienta que usan algunos para desafiar al de enfrente escupiéndote la bandera a la cara. ¡Madre mía! No he visto una bandera más manoseada y, ahora, más contaminada por tanto “cayetano” suelto. Y lo peor es que, salvo pocas excepciones, la Prensa lejos de cumplir su papel de mediador social y fiscalizador del poder, se ha lanzado al hoolliganismo más despreciable arrimándole pólvora a los incendiarios. Y en el mejor de los casos, practicando la equidistancia metiendo a todos en el mismo saco. Da asco. Pobres periodistas honrados que ven como cada día se degrada más un oficio tan hermoso.
No soy el primero que tiene la tentación de abdicar de las redes y de las tribunas de opinión y najarme a “la soledad de mis noches sin luna” (que escribiera Antonio Gallardo y cantara La Paquera), a la quietud de los dulces atardeceres, a las vidas que puedo vivir con solo abrir un libro, a mis melancólicas canciones o, muy pronto, a disfrutar de los viajitos del Imserso. Es tanto el hartazgo y tanta la indignidad de ver a tus iguales montados en el carro del españolismo más rancio y fascista y comprando el discurso de sus amos...
Lo primero que me enseñó mi madre María de política y de la vida, sin ella ser consciente, fue a ser antifascista. Tenía yo poco más de 17 años cuando me contó cómo a su tío José le requisaron el camión los falangistas para llevar a los leales a la Republica a la carretera de la Trocha y fusilarlos. Le obligaban a ver las ejecuciones so pena de llevárselo a él por delante. José murió demenciado en el manicomio de Cádiz. Peor suerte tuvo mi tío abuelo Antonio Grimaldi Gallardo, activista del PCE detenido y recluido en un barco carcel fondeado en el muelle de Cádiz. Su madre le acercaba todos los días el canasto con la comida. Hasta que le dijeron “ya no hace falta, señora”. La mujer se fue a su casa y a las dos semanas murió -quién sabe si de pena-, postrada en su butaca.
Con algunas de esas historias hilvané mi documental María. Memoria de una niña de la guerra, que puede verse en este enlace.
Qué triste que esa generación herida, de mujeres y hombres que perdieron su infancia en el 36, tengan que oír ahora lo que están oyendo por boca de estos “niñatos” (el calificativo es de María) y niñatas que no se han cortado un pelo en desbaratar la sanidad pública para enriquecer a sus amigotes, y en dejar que los mayores mueran en soledad y abandonados en residencias infectadas.
Quisiera ser optimista sin ser ingenuo. Cuando pensábamos que el virus insuflaría un nuevo aire a esta sociedad tan agotada, la realidad insolidaria, egoísta y ruin nos revienta la cara y la ignorancia lo mina todo. Y contra eso no hay mascarilla ni sabios doctores Simón que nos salven.
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