Ediciones extranjeras de Ruiz Zafón.
Ediciones extranjeras de Ruiz Zafón.

El pasado jueves falleció Carlos Ruiz Zafón, autor despreciado por muchos críticos e intelectuales y adorado por millones de lectores de todo el mundo. Menuda paradoja, ¿no? La propia etiqueta de bestseller es un mérito con efectos bipolares: es una garantía de que un libro gusta a muchas personas, pero también una etiqueta que repelerá a algunas otras. Es habitual encontrar referencias despectivas en este sentido: baja literatura, literatura barata, literatura de aeropuerto... Y no puedo evitar preguntarme qué parte de ello es crítica razonada a la calidad literaria de una obra y qué parte es solo clasismo, esnobismo o a saber qué otro ismo.

Es legítimo, por supuesto, considerar que Tiempo de matar, de John Grisham, tiene menor valor literario que Moby Dick, de Herman Melville. Es más, lo contrario sería muy poco razonable. Pero no entiendo que ello deba implicar un desprecio hacia obras que consiguen un gran éxito comercial, porque, por más que nos guste imaginar al ser humano como un títere, lo cierto es que, si algo funciona comercialmente, tiene que haber detrás algo más que una buena campaña publicitaria. Si me apuran, diría que un bestseller es una clara manifestación del gusto colectivo en un determinado momento y contexto social.

En nuestros institutos, el criterio del valor literario fulmina cualquier otro. Y así tenemos a nuestros estudiantes leyendo, sin excesiva variación a lo largo de las últimas décadas, obras como La Celestina, San Manuel Bueno, mártir, El árbol de la ciencia, Don Juan Tenorio, y, por supuesto, El Quijote. No cabe duda del valor literario de estas obras y de todo lo que un lector maduro podría obtener de ellas, pero ¿es una buena idea que estas sean las lecturas obligatorias para nuestros estudiantes? Es una cuestión compleja: parece lógico presentar a los estudiantes las obras más importantes de la literatura nacional, pero, a la vez, puede resultar totalmente contraproducente. Pensémoslo: para muchos estudiantes, esta es, desgraciadamente, su primera aproximación a la lectura —o, al menos, a la lectura adulta—. Y esta primera aproximación se produce en relación con unos textos de hace décadas o siglos cuyo valor difícilmente serán capaces de apreciar. Y así tenemos a adolescentes leyendo cosas que ni entienden ni son capaces de valorar adecuadamente ni mucho menos les divierten, y que, para colmo, han sido impuestas por adultos. Para ellos, el verbo leer no va a estar precisamente asociado a una actividad placentera.

Y, claro, en estos días, me ha llamado la atención la cantidad de personas, algunas de ellas grandes lectoras actuales, que, en su despedida a Ruiz Zafón, le agradecen haber conseguido que se enganchasen o reenganchasen a la lectura. Y entonces, qué demonios, menudo valor tiene el maldito bestseller, ¿no? Qué dulce pecado cultural debe ser conseguir que otras personas disfruten de los libros y amen la lectura.

Al fin y al cabo, autores como Miguel de Cervantes, Jonathan Swift, Walter Scott, Alejandro Dumas, Charles Dickens, Robert Louis Stevenson, Julio Verne, Arthur Conan Doyle, Emilio Salgari, Francis Scott Fitzgerald, Raymond Chandler, etcétera. fueron grandes éxitos de ventas en sus respectivas épocas. Y, aunque muchos de ellos fueron despreciados en su momento por la crítica, hoy son clásicos de la literatura universal. Porque el juicio de lo que una obra constituye a nivel literario también requiere la perspectiva que proporciona el paso del tiempo. Y porque la etiqueta de bestseller no excluye que haya literatura de gran altura cuando uno se sumerge en cada una de las páginas de una obra calificada como tal.

Confieso que yo mismo tuve una época de cierto alejamiento con respecto a la lectura de novelas —la poesía nunca la abandoné—, y mi vuelta a este género vino de la mano de la saga de Harry Potter de J. K. Rowling. Me bebí cada tomo con el disfrute y la ilusión blanca del niño grande que soy. Y, claro, de ahí a autores respetados como Ian McEwan, Emmanuel Carrère, John Steinbeck, Rafael Chirbes, Ernest Hemingway o Graham Greene, por citar a algunos de mis favoritos. Y también a John Le Carré, James Ellroy o Philip Kerr, autores de novela negra o detectivesca cuyos bestsellers uno puede encontrar en las tiendas de los aeropuertos. ¿Y qué pasa? Honestamente, he visto más inteligencia y, qué demonios, más literatura en El espía que surgió del frío que en muchas obras —evitaré los ejemplos para no ganarme haters— más respetadas en el panorama de la alta literatura.

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