Subiendo por la cuesta hacia la ciudad, donde están las plazas bonitas, los edificios con piscinas y los garajes para guardar los coches, cansado y con un leve dolor abdominal, Antonio llevaba en los bolsillos una postura de dos euros de polen y el resto para comprar una bombona de gas. Pensaba en la poca distancia que separaba su barriada de la que estaba justamente arriba.
En todo eso reparaba, mientras decidió liarse el porrito hasta poder llegar a la gasolinera. Había peleado con su mujer con mil reproches sobre el dinero, el maldito dinero que siempre escaseaba. Siempre con un motivo real, no recordaba haber peleado con su mujer por otra causa que no fuera real. Posiblemente, por no colaborar demasiado con las tareas domésticas o estar ausente demasiado tiempo, ensimismado en sus pensamientos, taciturno y demasiado comprometido con lo cotidiano.
Pensaba que su convivencia con Rosa, su mujer, ya era una cuestión de supervivencia, ambos anhelaban la futilidad de tener debates bizantinos. La imperante gracia y el deseo de debatir sobre cosas estúpidas. Pero sabía que de todas todas estaban reservadas para los que llegaban a esas otras barriadas que estaban situadas terminando la cuesta donde el descampado moría y empezaba un urbanismo coherente y el sentido de la estética era tan importante como la utilidad de las cosas. No entendía cómo su sitio era más feo, menos agradable y con los mismos materiales con que confeccionan todos los guetos que quedan en la periferia más aislada.
Se prohibía tener sueños porque siempre le salía caro mentalmente tenerlos, y más que tenerlos, compartirlos. En un mundo de hombres muy hombres y mujeres demasiado alejadas de poder salir beneficiadas en cualquier cuestión que sonara a igualdad. Sólo había tiempo para lavadoras, escatimar el alquiler, pedir el cheque con la ayuda social, acudir a algún sitio donde explicaran cómo pedir una moratoria de la hipoteca a alguien que entendiera del tema, esos que siempre llevaban unas camisetas super chulas, o seguir tapando la cajas de los sueños. La cuesta parecía interminable, acababa de tomar un café con leche y unas magdalenas y el dolor seguía haciendo mella en su estómago. Menos mal que el cannabis estaba anestesiando un poco su angustia.
Paso a paso y zancada tras zancada su cuerpo delgado consumido en un comer para vivir y no en un vivir para comer le daba el aspecto, con su moreno característico aceitunado, de un habitante de la península de Indochina. Mientras subía reparaba, y eso lo hacía sentir mal, como los de su barrio se asemejaban en algunos aspectos. A veces pensaba que era la ropa, el lenguaje no verbal, la manera de hablar pero sentía como la exclusión incluso los llevaban a estar condenados a una endogamia, como esos tigres que habitan cerca de la cordillera del Himalaya, que tan gustosamente veía en los documentales que tanto le gustaban. Las zapatillas baratas empezaban a hacerle rozaduras mientras, de pronto, reparó en las palabras que tan repetidamente estaban tan de moda en la televisión: fascismo y comunismo.
Empezó a caer en que se utilizaba mucho la palabra libertad y cómo sus vecinos, que siempre se habían apartado de perder el tiempo en gente que no ofrecía verdaderas opciones de cambio reales y eficaces, se estaban acercando a posturas muy radicales. Estaba escuchando demasiados comentarios sobre extranjeros, los políticos e instituciones que sobraban, pagas a vagos, odio hacía causas que no les correspondían por ser frutos de otro árbol y, sobre todo, una devoción a los líderes más que a las ideas. Pero él, que se negaba a comentar y a enseñar a sus vecinos otras posturas por no tener tiempo salvo para reunir el dinero de una bombona o intentar no parecer un vago, sabía que todo eso era un engaño. Algo le decía que su barrio, ese que estaba años luz de poder vestir a posta como un pobre sin serlo, recordar la universidad en Granada, dar clases de guitarra, comprar una camisa todos los meses acorde a las modas imperantes, estaba más desesperado que nunca.
Advirtiendo que jamás la desesperación se había esfumado de allí, pensándolo bien, estaban siendo tratados como un experimento social pero esta vez desde el cinismo y sin disimular. Se decía que antes ser racista, al menos eso percibía, aunque no estaba de acuerdo con ensalzar tiempos pretéritos, era percibido como algo más anómalo. Pero que ahora no era tan censurado. Aunque ellos percibieran las miradas que los ricos echan a los pobres, ahora eran ellos quienes tenían servido a la carta un ser inferior al que poder triturar y odiar.
Parecía tener más efectos que aquella postura de polen entre sus vecinos dedicados al trabajo en negro o de baja cualificación y en manos de emprendedores liberales que los supeditaban a diez horas de jornada y a hacerles sentir partícipes de su proyecto sin ver ni un euro más al mes. Todo aquello iba pensando Antonio, meditando de nuevo aquellas palabras de moda. Repasando, aunque no pasó por el instituto, qué diferencias había entre comunismo, fascismo y libertad. Todo eso mientras de reojo veía resplandecer el Jerez que quería habitar y mirando la cuesta que lo separaba de su casa.